Incansablemente, el espíritu humano buscará la belleza, no tanto por placer sino más bien porque la necesita. Durante esta búsqueda, el hombre realiza su ser, es decir, cuando dispone y ordena todas sus fuerzas hacia ese bien incesante que es la belleza. Por desgracia, existe también el peligro que el hombre no discierna de inmediato esta búsqueda de su espíritu y padezca entonces los daños que le supondrá este desconocimiento. Si no sabe que necesita la belleza, es muy probable que el hombre vague inquieto e insatisfecho, dedicándose a oficios efímeros o forjándose hábitos ruinosos.
Su descubrimiento, sin embargo, suele ser una operación espontánea de la voluntad, que, de una forma u otra y por necesidad, tiende a ella. Después de encontrar la belleza, el hombre, aunque no la descifre enseguida, será capaz de admirarla y, en su contemplación, su espíritu sediento se sosegará. No le bastará haberla encontrado y admirado una primera vez sino que a partir de entonces acudirá habitualmente a su fuente, la sentirá y, a tientas, aprenderá a conocerla, esperando recibir de ella todas las noticias que su yo, a falta de un lenguaje idóneo, le ocultaba y que sólo ahora empezará a comunicarle.
La vocación del hombre, ese quehacer terrenal por el cual ocupamos un lugar en el tiempo, es también obra de la belleza, y ello porque aspira a multiplicarse para intentar llegar al mayor número posible de hombres, a fin de, eventualmente, gobernar en la sociedad. Luego no hay que temer: el efecto más propio de la belleza es el de satisfacer y saciar. Una vez la hayamos experimentado, sin embargo, volveremos tener sed, pero será una sed distinta a la original y que, sobre todo, no nos arrojará al absurdo: se tratará más bien de una insatisfacción exclusiva (parecida a la del ángel que, según San Agustín, sólo se sacia con la presencia de Dios), que nos hará necesitarla cotidianamente hasta embriagarnos y hacernos dignos de ser sus portadores. Más tarde, después de habernos impregnado, si acaso es sensible, el hombre no podrá prescindir de ella debido al acto de identificación que ha cumplido su espíritu en relación a su naturaleza. Sólo en la belleza, como en un espejo, el espíritu encontrará y conocerá su verdadero rostro.
Sin duda, la crisis de simulación (ese afán desmedido de ser vistos) que desgarra a nuestra sociedad tecnológica está ligada al ocultamiento o desaparición de los rostros de la belleza, en cuyas miradas nuestros espíritus no pueden hallar su reflejo ni reconocer el fulgor de su apariencia. Al espíritu humano se le hace cada vez más difícil encontrar lugares donde reflejarse o apoyar su imagen, pues, se le han cerrado los caminos hacia aquellos plácidos estanques donde, en el pasado reciente, recibía la confirmación de su difuminada apariencia y le era dado recuperar su estatura refulgente. Todos estos accidentes, o más bien la falta de referentes válidos sobre los que reproducirse, han terminado por abatirlo y fatigarlo; sí, el espíritu humano que nos habita, padece un terrible cansancio.
Este cansancio del que hablo, se debe fundamentalmente al avance colectivo de la sociedad hacia la supresión de las costumbres más esenciales de la belleza, de las que por cierto, tradicionalmente, se sirvió el espíritu humano en su exploración y hambre de verdad. La sociedad tecnológica ha saturado definitivamente la vista y el pensamiento del hombre actual, reduciendo su atención a la vacuidad infinita de archivos sonoros, audiovisuales, imágenes y datos que, además de distraerlo de las grandes metas de su destino, le impiden sistemáticamente el acceso a los bienes más urgentes y necesarios con los que labrar las experiencias de las que, por cierto, se alimentará el espíritu.
Si es ya de por sí triste ignorar la necesidad que tenemos de un determinado bien, más triste todavía es la privación anticipada del conocimiento de esa necesidad. Será, prácticamente, lo mismo que negarle a un paciente el examen cuyo diagnóstico le informará sobre la presencia de esa enfermedad que está matándole. Escamotear las categorías tradicionales del conocimiento, imponiendo y favoreciendo la hegemonía de una sola, es una forma brutal de sujeción y dominación universales, tal y como pudimos comprobarlo con ocasión de la última pandemia, cuando, además de la abolición de nuestras libertades más elementales, se nos quitó cualquier posibilidad de protesta.
No imagino cómo será mañana cuando los estudiantes no se enteren que necesitan ir a la biblioteca en lugar de consultar al chatgpt, o si quedarán librerías donde hojear ese clásico que aún no leímos o complacerse ante la edición selecta de cierto libro, o si acaso sentiremos aún el interés de conocer y conversar personalmente con los otros, o si será todavía lícito acercarse a una mujer sin recurrir a una miserable app de citas, o si tendremos aún derecho al silencio como refugio cotidiano de reposo.
Hace falta una respuesta contundente, una decisión general y unánime que, como un viento huracanado abra de nuevo las puertas al espíritu para que éste pueda salir al campo y respirar el aire feraz de los árboles, recoger los frutos maduros de la primavera, beber el agua lunar de una madrugada ebria y sobrevolar los parajes soleados de una tierra libre. Por consiguiente, me será necesario ocupar la plaza de la ciudad y, desde el alto promontorio, gritar: “quiero mis recuerdos, los antiguos y los nuevos, aquellos en los que ha tomado forma mi destino; quiero mis libros, los que leí con fervor y en cuyas hojas conocí las vidas del tiempo; quiero la silueta dulce de una mujer y su idioma cálido, repletos de horas definitivas donde descifré el lenguaje secreto del amor; quiero esa música inmarcesible en cuyos ecos resuena la sangre de un pasado que construye mi futuro; quiero, en fin, esta hora implacable, donde soy solamente yo mismo, sin nadie, sin testigos, y me es dado escribir y luego decir mis palabras bajo este cielo torvo entre cuyas nubes, sin embargo, planto las semillas de un sol inexorable.
A pesar de vislumbrar ante mí el espectro del futuro, invoco con nostalgia el pájaro brillante de mi infancia y sonrío: me doy cuenta que he sido dichoso.