Por más justificaciones religiosas, filosóficas, sociales o políticas que enarbolemos para explicar o aceptar el dolor en el otro o en uno mismo, por lo más remoto que quisiéramos estar, envolviéndonos en nuestro propio mundo interior, en algún momento del fluir de la vida una luz nos tocará y podremos sentir, oír el sufrimiento del mundo. Debemos estar preparados para aceptar el impacto que el sufrimiento del otro tiene en nosotros.

Esa luz es la compasión, el sentir empáticamente la experiencia del otro, la forma de comportarnos con el otro.

Esto exige salir de uno mismo, de sus propias envolturas, para entender al otro.

Oír el lamento de una madre ante un hijo muerto, llega a lo más profundo del ser y lo sacude. Esto saca de su zona de confort a quien la escuche, para conectarlo con el mundo.

Sabemos que, algunas veces, vivir la vida, la existencia, es tan difícil, tan duro, que uno no quiere abrirse al dolor de otros. Simple y llanamente.

Muchas veces, el dolor ajeno es tan grande que nos embota los sentidos. Otras veces, nos preguntamos qué hacer, no sabemos qué hacer… Nos paralizamos.

Y otras, como le pasa a un médico o a un soldado en la guerra con el fenómeno de la muerte, nos inoculamos contra el dolor del otro y lo vemos como parte necesaria y permanente de la vida, de la cotidianidad de la vida. Esto embota nuestra humanidad y endurece el alma.

Solo podemos romper ese embotamiento a través de la compasión. Oír con empatía el sufrimiento del otro genera energía en nosotros mismos, algo que puede ser beneficioso para el mundo mismo.