El cine es un arte visual y, sin embargo, hay películas donde el sonido tiene una importancia narrativa que sugiere cerrar los ojos e imaginar las imágenes.
Es lo que acontece con la reciente ganadora del Oscar a la mejor película internacional o película de habla no inglesa, Zona de Interés, del director Jonathan Glazer. El film trata la historia del comandante de los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, Rudolf Franz Ferdinand Höss.
El militar vive con su familia en una amplia y confortable casa. Las primeras escenas lo muestran como un padre común y corriente compartiendo con sus seres queridos. Parece un individuo que ha decidido vivir en la tranquilidad de las afueras de la ciudad para disfrutar de la calma y la tranquilidad ajena a las grandes ciudades.
Sin embargo, nos vamos dando cuenta de algo siniestro. La acogedora casa donde viven los Höss se encuentra nada más y nada menos que al lado del campo de exterminio, separado por un muro que, si bien impide ver las imágenes del holocausto, no impide escuchar los ruidos de la crueldad.
Día tras día, la familia vive con esta dantesca cotidianidad. Mientras el comandante sale por la puertecilla de salida del patio que va al campo de concentración -como el empleado público que va con esmero a su oficina- su esposa, Hedwig Hensel Höss, interpretada con autenticidad en toda la frivolidad e insensibilidad del personaje por Sandra Hüller, se dedica a cultivar las flores de su jardín, a gestionar la casa, a departir con sus amigas y a beneficiarse inescrupulosamente y con cinismo de los bienes materiales arrebatados a los prisioneros del campo de concentración.
Para el comandante, la dirección sistemática del exterminio judío es una labor administrativa. Para su esposa, encargar el envío de los cepillos de dientes donde algunos prisioneros esconden sus joyas del latrocinio nazi, un pedido de supermercado.
Nada perturba la tranquilidad de sus vidas: ni el humo asesino de la chimenea contemplado desde la serenidad del jardín; ni el ruido de los disparos que silencian las vidas; ni el amenazante ladrido de los perros que orientan a sus amos.
No es casual que se haya escrito sobre cómo esta película nos habla de lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la "banalidad del mal". (https://www.infobae.com/cultura/2024/02/15/zona-de-interes-la-banalidad-del-mal-una-vez-mas/). Podemos pensar si los Höss tienen un cuadro psicológico patológico, pero el film se focaliza en cómo la operatividad de un sistema normativiza prácticas malvadas como parte de un conjunto de hábitos rutinarios realizados por individuos comunes y corrientes.
En este sentido, Glazer nos advierte -al igual que Arendt- de los peligros de comprender el mal como algo ajeno a nosotros; propio de los Otros, seres especialmente depravados o perversos, sin ninguna conexión afectiva con el resto de la humanidad.
Por el contrario, lo perturbador de la película es cómo nos muestra el proceso de insensibilización cotidiana que puede ser interiorizado por cualquiera de nosotros y que termina gestando una red de complicidades que permiten genocidios como la shoah o los exterminios de Gaza.
Al recibir el Oscar, el director afirmó: "Nuestra película muestra que la deshumanización lleva a lo peor. Moldea nuestro pasado y nuestro presente". Y, podemos agregar, moldea nuestro carácter hasta convertirnos en agentes de la banalidad del mal.