Escribir, digamos un remolino de energía centrífuga, ¿se puede decir lo mismo del pensar? Escribir envuelve sentimientos encontrados. Ser en trastorno de acuerdo a las vivencias, a las relaciones que se han tenido, se tienen con lo que significa el ser arrojado a lo imaginario.

Al ejercitarse en escribir rondan los fantasmas que no se sabía de su existencia. El hecho que busquen materializarse, “hacerse carne” ya es un reto de derrotas y aciertos bajo el apremio de la duda. Escribir es dudar. Encontrar la duda en la escritura la condena a muerte bajo la sombra del perdón que nunca llega. Escribir no es donde no se pueda hablar, es donde se habla demasiado.

Escribir no deja de ser circunstancias deseadas conscientemente. Dominar la escritura es morirse en vida. Saber escribir, agonizar. Que lo lean, resucitar. Si escribir es desvelar al ser al foro público de nuestros aciertos y desaciertos; tener la imperiosidad de hacerlo un parte de la vida.

Para el que dice escribir, ser y palabras en vínculos, deberían significar siempre algo, ¿pero ellas se gastan en el ser o nunca han significado nada para el que las usa irresponsablemente? Indudablemente, para muchos las palabras son lentejuelas sin propósito alguno, de que suenen y aúllen en el camino y, contrario a que mientras más permanencia cerca del eco, el camino interior se enriquece. Donde las palabras deberían siempre estar acompañadas de un torbellino dentro es en la poesía. De por sí nombrar en poesía es palabra encantada, aunque el que la escriba no lo pretenda; las palabras encierran otra: sublimidad. Quien tiene mucho que decir en poesía, anda de mano con lo sublime.

Quien no cohabita como debe con lo que se llama escribir no copula ni con las piedras y no hay manera de ocultar la falta de sublimidad en lo que se escribe cuando se hace como oficio de vendedor de lentejas, no importe que disfrace de “roba la gallina” el acto de escribir. Escribir puede ser una pantomima, pero esa sola pantomima de diálogo interior encuentra su camino en otra acción cercana a la palabra escribir y es leer. Si no se sabe leer no se sabe escribir, aunque de lo que se escriba sea “propio” o saqueado. El que dialoga con signos, sabe cómo detectar dentro el grado de temperatura si lo que se está leyendo alcanza la complicidad trascendente. Como andan nuestros propósitos ante el leer y escribir andan nuestros resultados, caos sin sublimidad, condenadas al vertedero y el que dice escribir (no en el sentido nizcheano) lo sabe.