Pensar el cine nos obliga a ampliar nuestra manera de ver y entender el mundo. Al igual que las artes visuales o la poesía, una película nos conduce a una atmósfera en el que se nos presenta una información, como una propuesta, que digerimos minuto a minuto, esculpiendo un tiempo en nuestra imaginación, escena tras escena, hasta llegar al fondo de las cosas. Sucede algo similar a cuando duramos veinte minutos contemplando la misma pintura: van apareciendo detalles, empezamos a percibir de repente, la posible intención de un color o un trazo, el movimiento de la mano, la dureza de las líneas, en fin. Empezamos a crear una película en nuestra cabeza, completando rompecabezas y rearmando el muñeco a nuestro antojo, según el arsenal de referencias que poseemos y, por supuesto, de nuestra sensibilidad.

No se nos enseña a ver una película, así como tampoco se nos enseña a montar bicicleta. Se va dando en la medida en que vemos cada vez más cine y pedaleamos. Al principio, cuando vemos películas, nos detenemos en las apariencias: apreciamos la belleza de las imágenes, el diseño de los escenarios, la dirección de fotografía, el vestuario, los efectos especiales; nos fijamos en la construcción de los personajes, su veracidad, qué tan curiosos, insignificantes o icónicos.

Nuestra primera actitud formal con una película la puedo definir como “contemplación pasiva”. Como sujetos, participamos muy poco en el proceso: consumimos imágenes y palabras como frutas sin poner algo de nosotros en la práctica. En ese sentido, la función de la película queda reducida a qué tan bien la pasamos en esas horas que estamos frente a la pantalla. ¿Pero qué pasa mientras vemos más y más películas?

Uno se vuelve cada vez más exigente con lo que ve. Las cosas empiezan a sentirse vacías o insustanciales. Llega un momento en que todas las películas empiezan a parecerse: el acto de ver empieza a volverse un examen, un escrutinio en el que otros elementos formales comienzan a cobrar mayor importancia, pero además, nuestra relación con el cine cambia. La repetición nos obliga a percatarnos de las sutilezas y diferencias. Además de la belleza de las imágenes y la construcción de los planos, empezamos a fijarnos en lo que se muestra y se omite, las cosas que están de más o que faltan, qué tan bien contada está la historia, el porqué de un montaje, o un plano secuencia. Se empieza a descifrar el porqué de las decisiones tomadas. Todas estas cosas se vuelven esenciales y más importante aún, nosotros nos volvemos esenciales. En esta nueva relación con lo observado, se da una participación activa: no solamente contemplamos, sino que somos parte de la película.

El buen director asume que el buen espectador estará listo para reclamar su lugar dentro de la trama y prevé las posibles interrogantes. Incluso las sugiere a su antojo, interpelándole y forzándole a poner de su parte. La película se vuelve una pregunta: se nos sugieren cosas y solamente nosotros podemos decodificar los mensajes ocultos. En ese aspecto, las películas también se vuelven lecturas. Mientras vemos más y más películas, más fácil se vuelve analizar su radiografía y desarrollamos la capacidad de desarmarla.

En el momento en que nuestra relación con el cine cambia, así cambia también nuestra mirada hacia las cosas. El mundo se vuelve algo más amplio: de repente, un objeto que se nos presenta en una escena se vuelve imprescindible para entender una motivación de un personaje; una ventana ya no es una ventada, sino un abismo; una lluvia es un reflejo del universo interior de un personaje y un silencio en el desplazamiento de un vehículo en un túnel, una introspección o una pausa. Todos estos recursos narrativos cumplen su función mientras haya un espectador que las entienda.

Por supuesto, no todas las películas están pensadas para que nos asumamos activamente frente a ellas y menos, en un mundo de negocios, fugacidades e inmediatez. Tampoco se nos exige la obligación de educar la mirada y, sin embargo, mirar también puede volverse un acto político y filosófico. La industria del cine no siempre piensa en “obras de arte”. La gran motivación suele ser cómo puede llenarse una sala de cine o generar una conversación en redes sociales, por lo que las películas preferidas por la masa suelen tener algunos ingredientes básicos que no demanden mucho pensamiento. El público general se contenta con los colores, los chistes, y el montaje. También suele pasar que muchas de las grandes películas encuentran su público décadas luego de haber sido fracasos comerciales.

Y no es que una película debe ser siempre un objeto de estudio, o ponerse bajo la lupa, sin embargo, en un mundo cada vez más repetitivo, en donde las propuestas suelen pensarse desde el placer y el entretenimiento, detenerse a pensar o invitar a la reflexión puede generar algo más profundo y significativo en nuestras vidas. Es lo mismo que pasa con la literatura. ¿Nos hemos puesto a pensar en aquellas cosas que nos marcan profundamente? Un buen libro, por ejemplo, te obliga a pensarte a ti mismo, al mundo que te rodea y la relación que tienes con él. Las historias a las que volvemos siempre nos dicen algo de nosotros: pone frente a nosotros una idea en la que no nos habíamos detenido y de la que jamás podremos escapar. Un buen libro, cuadro o película, te empuja constantemente a seguir mirando, participando activamente, a tener cada vez más curiosidad y sobre todo, ampliar tu manera de ver el mundo. Jamás podríamos escapar de una buena película.