Cada día que pasa me siento más afortunada. Pienso que el dinero no da la felicidad, aunque escucho a muchas personas decir que ayuda.

Por las mañanas cuando hago mi rutina cotidiana subo a mi azotea, el regalo mejor pensado de mis hijos. Allí tengo otra rutina. Lo primero mirar hacia el cielo y dar gracias a Dios por el nuevo día. Respirar profundo, contemplar las nubes tan blancas que corren hacia una misma dirección teniendo de fondo un azul intenso.

Luego de esa conexión con Dios me siento en mi “jaragán” de plástico y con mi celular escucho a “Altagracia Salazar” en “Sin Maquillaje”.

Repaso mi pasado, mi presente y mi futuro, luego riego mi jardín. Me deleito viendo las palmeras que tengo en tarros agitarse con la suave brisa de la mañana. Disfruto cada planta que con tanto esmero he ido prendiendo unas y manteniendo otras. Disfruto cada brote que sale de la tierra, cada hoja nueva y ya de las flores.

Hace unos pocos días recibí uno de mis mejores regalos. Como los periquitos vuelan alto, nunca podía ver sus colores, de hecho, le pregunté a mi nieto si se los veía, a lo que me contestó, “Elsita, son verdes”. Mi nieto mayor no me llama abuela, me dice simplemente “Elsita”, de igual manera, el menor ya le copia. Muchas de mis amigas encuentran mal esa forma, pero si supieran lo feliz que soy cuando me llaman así. Todos mis sobrinos nietos no tienen otra forma de llamarme. Entiendo a mis amigas porque la primera vez que escuché a una nieta llamar por su nombre a su abuela fue en Chile, me sorprendí cuando dijo “Carmen…” entonces supe que era su nieta.

Una mañana iba una bandada de periquitos, que me sorprende mucho que van en número par. Unos cuatro se quedaron rezagados, iban más bajito que lo usual, dieron un giro y el sol les dio de lleno desvelando el color verde brillante más hermoso que haya visto en mi vida. La emoción no me dejaba respirar bien. Fue un espectáculo único.

Cuando fui a revisar todos mis tarros, recibí la grata sorpresa de que mi mata de trinitaria estaba florecida, pero no solo esa tenía flores. Los tocadores, todos, tenían unas espigas preciosas y dos que cuelgan llamadas verdolaga con flores rosadas y amarillas. No sabía que ese era su nombre, pero Norma que sabe de todo, me dijo que se llaman así.

Cuando veo lo feliz que soy con esos pequeños detalles, en mi meditación me viene a la mente todos los que están perdiendo su tiempo con los “dichosos celulares”. Solo tienen tiempo de ver sus pantallas, se pierden el regalo que Dios nos da, pero no solo eso, también se pierden el conversar con los que le rodean.  No aprovechan a los que están presentes, conversan con los que no están. La ansiedad de ver quien les escribe cada vez que suena el “tin tin” les hace no estar ahí. Si salen y se les queda, la intranquilidad es tan grande que tienen que regresar a buscar su compañero inseparable.

El celular per se no es malo, lo malo es el uso que se le da. El mío lo tengo para saber de mis hijos y nietos, además escuchar “Sin Maquillaje” y mandarle una que otra foto a mi sobrina, fuera de ahí no tiene sentido, ni me importa.

Conozco personas que no tienen nada más qué hacer que se pasan el santo día enviando mensajes. Cuantas oraciones existen. Cuantas frases bonitas que encuentren. Cuantos buenos días con imágenes, cuantas meditaciones y muchas veces hasta el mínimo paso que dan para irlo comunicando a todo cuanto tienen en su grupo de “uasat”.  ¡Qué barbaridad!

Lo malo de todo esto es que muchas veces el receptor ni los lee, simplemente los borra, y no es que me lo invente, casi todas mis amigas me comentan de lo poco que les gusta que le envíen mensajes.

Otra de las cosas que disfruto cada mañana desde mi azotea es ver los gatos de Santiaguito en su techo, que aprovecho retratarlos para enviárselos a mi sobrina Darina que es gatuna. El perro de Antonio en su techo. El chihuahua de Emely en su azotea, los perros de Guaro y de Manuel, cada cual en la azotea de sus casas. Las palomas volar, los periquitos pasar, los pajaritos beber agua y bañarse en el bebedero que les he habilitado…

Me gusta también no solo ver hacia arriba o en la misma dirección. Disfruto ver a Ana Antonia pasear a su perrito con su collar y su cadena. A doña Tatica caminar con su perrito. Al perrito y el gato de Sandra correr uno detrás del otro, perseguirse e ir jugando cual si fueran pares. A Charo barrer el frente de su casa. A Robert pasar cigarrillo en mano y a Gorrita casi cayendo por su “jumo” mañanero.

Alguien podrá pensar que estoy mal, pero tengo el privilegio de disfrutar de esas pequeñas cosas que son las que le dan sabor a la vida.