PRIMER ACTO.

Era otoño de 1994. Dos ladrones llegaron al frente de la residencia donde aún vivo y llamaron a la puerta a mi hija de 9 años. Estaba sola. Ella, orientada para enfrentar esas rutinas delincuenciales, se acercó cautelosa y ellos, mediados por la verja, en tono de confianza, le informaron que eran mis enviados.

Le dijeron: -Mandó a decir tu papá que le envíe con nosotros el televisor.

Para verificar si era cierto, ella les preguntó: -¿Dónde está él?

–En Radio Mil, en el noticiario-, le respondieron.

Al ver que la información que le ofrecían era cierta, sin poder descifrar sus intenciones reales, niña al fin, entró en confianza y les preguntó: -¿Y el VHS también?

Ellos, que no tenían en mente llevarse el reproductor de vídeo, le respondieron: -¡Ah, sí, sí… también.

Y ella se lo entregó. Y, desde que los delincuentes se marcharon en su camioneta, la niña llamó a la emisora para informarme que los equipos que había mandado a buscar con los hombres iban en camino.

Quedé petrificado, al borde de un infarto. Cuando volví en sí, solté la dirección de noticias y la locución en Radio Mil Informando, en la Máximo Gómez con San Martín, monté el auto y corrí desesperado hacia la zona oriental. Temí por un rapto o una violación, más que por el robo.

Al llegar y verle sana, respiré profundamente. Y, con mucha resistencia, obedecí la recomendación de asistir al palacio de la PN, en el centro del Distrito, a querellarme.

Allí denuncié la ola de ratería en Bello Campo y todo el entorno colindante con la avenida Charles de Gaulle. Me ofrecieron visitar un área del edificio atestada de electrodomésticos quitados a ladronzuelos, para que “cojas lo que quieras”. Me negué rotundamente. Allí no estaban los míos.

De inmediato, un amigo oficial-periodista, Simón Díaz le llaman, me garantizó que la urbanización sería patrullada día y noche. “Así que no te preocupes, que los vamos a agarrar”, refirió con su voz ronca.

Y comenzó la odisea. Cada madrugada -12, 1, 2, 3- tronaba en el frente de la casa el ronroneo de los motores de las patrullas.

Voceaban: “¡Jefe, jefe… estamos trabajando! ¡Llame a nuestro jefe y dígale que estamos en eso, usted está seguro con nosotros”

-Muy bien, muy bien. Gracias.

-A propósito, mi comandante, ¿tiene algo para nosotros por ahí? Usted sabe que la cosa está dura… Necesitamos para la cena, lo que sea.

Insistían: -¿No hay una comidita por ahí, o unos cuantos pesos?

El asedio era irresistible. Ya ni dormía. Así que opté por aguantar estoicamente sus ruidosas llegadas, sin hacerles caso. Con el paso de los días, desistieron. Jamás volvieron.

Casi tres décadas después, la orfandad de vigilancia en el área es más profunda. Cada quien se encierra en sus casas estilo celda, con armas, dispositivos electrónicos y perros, para contener a asaltantes y escaladores. Pero eso no alivia la zozobra; los malhechores actualizan sus técnicas y son cada vez más agresivos, mientras falta la protección real de la autoridad.

SEGUNDO ACTO

Para la misma fecha, un colega me pidió que le acompañara al Plan Piloto de la PN (Recuperación de vehículos), que dirigía un oficial amigo suyo. Sería una visita de cortesía, según me contó.

A media tarde, aquello era un hervidero. Un cruceteo interminable. Agentes van, agentes vienen. Las denuncias de ciudadanos sobre robos de carros, jeepetas, motocicletas, camiones, resultaban tan comunes como el arroz con habichuela del dominicano.

El coronel conocía al dedillo los vericuetos de la institución, “al cojo sentado y al ciego durmiendo”. Sabía del desorden y las mafias de roba-vehículos en asociación con agentes policiales. Sabía de talleres donde los desguazaban en un santiamén, y de los puntos de la frontera con Haití por donde los cruzaban para venderlos.

El oficial sabía de las fallas de origen de la PN, que él no resolvería porque romper con esas estructuras pasaba por construir una nueva institución. Hacía lo que podía. Resolvía demandas puntuales, como recuperar algunos vehículos robados.

Ante una denuncia, él identificaba a los curtidos en la práctica y les mandaba a puntos específicos con una orden estricta: “Quiero que me traigan ese vehículo, hoy mismo. Ya ustedes saben”. El aparato aparecía como por arte de magia.

Historias como las anteriores se cuentan por miles en el territorio nacional. Representan la cotidianidad en la Policía. Los casos se resuelven conforme las relaciones de los afectados y la voluntad de la autoridad como individuo. La institución sufre de entropía irreversible; la anomia es su signo. No funciona sistémicamente. Y la sociedad es cómplice.

Muchas familias se suplen de lo robado. Y se ufanan de ello. Sus televisores, neveras, estufas, mesas, camas y cuadros huelen a robo.

Talleres de repuestos se han especializado en ofertar sin disimulo piezas de vehículos descuartizados.

Narcotraficantes y otros mafiosos han conquistado oficiales para usarlos como supervisores de sus negocios, y matar, si fuese necesario.

Empresarios garantizan “regalos”, cada mes, a jefes de Policía, a cambio de protección y de asignación de agentes hasta para cuidar fincas, residencias, bañar sus perros y acompañar damas al súper.

Políticos y empresarios se blindan con malhechores, por si acaso. Agentes policiales se constituyen en pandillas para chantajear y atracar.

Todos a una, por comisión o comisión, en el mismo círculo vicioso.

En los suburbios y residenciales; en los campos y en las ciudades, todos se conocen, pero solo se miran “por el rabo del ojo”, cuidándose unos de otros. Creen que están exonerados de peligros. Desconocen que un “cuerpo del orden” anárquico y con septicemia, nos convierte a todos en vulnerables. Tarde o temprano nos toca.

La refundación de la PN es una necesidad impostergable mucho antes del acribillamiento de la pareja y acompañantes, hace una semana, cuando regresaban en su carro a la capital por la carretera Duarte, aunque este hecho la acelere.

En esa dirección, resulta plausible la voluntad de ejecutar a cualquier precio la reforma integral, expresada este martes 6 de abril de 2021 por el presidente Luis Abinader, luego de juramentar en el Palacio una comisión multidisciplinaria que trabajará el tema. Hace décadas que aquí se habla de transformación de la PN, pero todo se ha quedado en masturbaciones discursivas.

Manos a la obra, pues, siempre que la asuman como un proceso en el cual la participación activa de las comunidades es un factor imposible de soslayar, si se busca calidad, no un tratado de palabritas técnicas traídas de los cabellos, ni experiencias de otros contextos, inaplicables aquí, como nos tienen acostumbrados.

En lo que el hacha va y viene, el Gobierno debe cuidarse. No estaría mal si se ataviara con asesores policiales entrenados afuera, pero con sólida experiencia en el patio, para que le ayuden a sobrellevar la carga.