El ser humano es por naturaleza sociable y respondiendo a esa especial condición se relaciona con sus iguales, ocupando un espacio territorial, y un tiempo determinado, forma grupos humanos más o menos homogéneos que se denominan sociedades. Esas sociedades, casi siempre tienen una misma historia, y otros elementos comunes que las caracterizan e influyen en las conductas individuales de sus integrantes, de tal forma, que se llegan a crear coincidencias en sus comportamientos y actitudes, que permiten diferenciarlas unas de otras. Los dominicanos no somos la excepción, estamos unidos por vínculos profundos de identidades que, aunque parecidos a otros somos perfectamente diferenciables.
Una de las características más esencial de nuestra dominicanidad es nuestro amor a la tranquilidad y la paz. Hemos nacido y crecido en una sociedad sustentada en principios y valores que tiene como fuente primigenia el hogar. Es allí, en ese reducido grupo humano, en donde se cultivan y practican estrechas relaciones que habrán de definir nuestras características personales que serán determinante en la misión y visión que tendremos dentro de la sociedad.
Con el paso del tiempo ese grupo humano vinculado casi siempre bilógicamente, ha ido sufriendo evoluciones y transformaciones, como resultado de causas e influencias externa, hasta llegar al extremo de que algunos de sus más fuertes y determinantes valores, como los espirituales, hayan cedido espacio a lo estrictamente material; produciendo como resultado hombres y mujeres más preocupados por lo tangible e intranscendente, olvidando el valor de lo intangible y trascendente.
En nuestro país han estado ocurriendo hechos de violencia de manera tan repetida que han conmovido a todos los ciudadanos de forma tal que parece han eliminado en nosotros nuestras capacidades de asombro.
La frecuencia de esas informaciones negativas, parecen tener la rapidez de la luz del relámpago, y la sonoridad del trueno, creando en la ciudadanía un clima de desasosiego e intranquilidad que estamos obligados a superar; es por ello, que todos los dominicanos de buena voluntad debemos trabajar con ahínco para restaurar la paz necesaria para la vida en sociedad.
Esa innegable y preocupante situación no cambiará si seguimos en la actitud injustificada de buscar culpables favoritos motivados por intereses mezquinos. Tenemos que actuar con responsabilidad, para erradicar las causas que generan ese estado de dificultad, olvidar las pasiones de todo tipo, acudir a las razones que nos unen, que siempre serán más fuertes que las que nos separan. Es tiempo de cumplir nuestros deberes ciudadanos, sin exigir con intransigencias nuestros derechos; en fin, es tiempo de: “Amar a Nuestro Prójimo como a Nosotros Mismos”. Volver a la cultura de la paz y confraternidad que plantean nuestras raíces y principios religiosos.
Es momento de hacer un alto en nuestras agitadas vidas, para reflexionar y actuar. Bajar la intensidad de nuestras diferencias – aunque sean justificadas -, recordar que hemos sufrido unos años de pandemia, que han afectado todas las estructuras económicas, sociales y hasta políticas, de todas las sociedades del mundo, como ha de suponerse, se han reflejado negativamente en nuestra calidad de vida. Si hemos sido capaces de mantenernos unidos en el dolor y la amargura para superar esas situaciones difíciles, ahora más que nunca, debemos de trabajar por el bien común para poder seguir sintiéndonos orgullosos de ser dominicanos.
Levantemos nuestras miradas hacia el firmamento y roguemos a Dios que nos brinde la fortaleza necesaria para implantar los valores anhelados recordando que, si somos hijos del mismo Padre y compartimos el mismo espacio territorial hoy, más que nunca, se hace necesaria la unidad para reestablecer las condiciones requeridas y construir una sociedad dominicana más vivible y humana.
Es tiempo de pasar de la observación a la reflexión, de la reflexión a la acción, es tiempo de trabajar por el país, pero trabajar todos, gobernantes y gobernados.