“… la democracia representativa mantiene a los líderes pegados al suelo. Les concede la autoridad necesaria para gobernar, pero también los pone a prueba, se burla de ellos, hace bromas a su costa y amenaza a los que no cumplen con la pérdida de sus cargos. Proporciona a los ciudadanos una forma de desechar a los malos líderes que dicen mentiras, engañan, prevarican, prometen milagros o actúan como demagogos….”. (Thomas Jefferson).
Una ola planetaria se cierne sobre los políticos, los partidos y las instituciones. Las causas, en gran medida, han venido derivando en como los actores políticos que gravitaron en el concierto amplio de la democracia, no le han dado sentido a esta como respuesta a sus condiciones materiales de existencia y al aumento de la desigualdad y el grado potencial de conflictividad a través de la polarización política. Los efectos de hecatombe ya se advierten: cruzada volcánica de populismo de toda laya e ideología.
Existe un inconmensurable descontento con las instituciones políticas, que lejos de aligerar, de mitigar y neutralizar los elementos catalizadores que reproducen la desigualdad, la otean de manera sempiterna en la violencia institucional, palmaria. Esto es, como desde la dirección máxima del estado se toman decisiones que agrietan y amplían la inequidad que acogota y lacera, sobre todo a América Latina y el Caribe.
En República Dominicana no se advierte en el horizonte una clara perspectiva de polarización política en la búsqueda del poder. No hay en los tres partidos (PRM, PLD, FP) marcadas diferencias en los espectros económicos, sociales e ideológicos. Constituyen tres organizaciones partidarias con cuasi la misma visión del poder, que se refleja de manera fáctica en el Congreso como espacio más amplio para ventilar la mirada de la política en la vida nacional. Su alcance, transformación y sostenimiento y desarrollo de la democracia.
El punto de diferenciación es el ejercicio decente desde el poder del presidente Abinader. El grado de legitimidad que le ha conferido su accionar con respecto a los órganos de control interno del Estado. Su postura en la dimensión de la impunidad y el rol estelar de la Procuraduría General de la República como antesala de la perspectiva del camino de la institucionalidad, que los organismos internacionales comienzan a vislumbrar en el panorama político-institucional del país. Ver lo que señala el Departamento de Estado de los Estados Unidos acerca de la corrupción, la Organización CCC (Capacidad de Combate a la Corrupción), Foro Económico Global, Latinobarómetro 2021 y 2022 y Transparencia Internacional nos grafica acerca de lo esbozado.
En la sociedad dominicana había una acentuada autocratización democrática, sobre todo, en el interregno 2013-2020. La democracia sufrió un retroceso significativo, un verdadero desgaste. Una palmaria desconsolidación de las instituciones. La valoración en la percepción hacia la democracia acusó una involución que llegó a 38/100. ¡Una iconoclasta recesión democrática! Los componentes neurálgicos y cuasi básicos de la democracia, como son elecciones competitivas, la libertad de expresión y asociación y el imperio de la ley, se produjo, por así decirlo una decadencia gris de la democracia. No solo la corrupción y la impunidad, llevadas hasta el paroxismo más desgarrador, sino en la construcción de un eje de dominación hegemónica donde todo lo sustancial estaba mediado desde la asunción misma partidaria y de los intereses corporativos y de la agenda de la continuidad en el poder.
El panorama político institucional es otro y descansa en la voluntad política del presidente, no así en el PRM ni en el Congreso. Existe una clara y distintiva diferenciación que se expresa en todas las encuestas, donde el Ejecutivo le lleva a su partido alrededor de un 50% de la percepción positiva. El Congreso, primer poder del Estado, el órgano de expresión de mayor diversidad partidaria, allí donde debe ejercerse la regulación, control, fiscalización y elaboración de las leyes para el presente y el futuro, con visión de una democracia más amplia, más desarrollada, que coadyuve al camino de una construcción democrática más altiva y significativa.
Lo que acaba de hacer el Senado con la Ley del Régimen Electoral es una clara obviedad de erosión democrática. Es un atentado fehaciente, vehemente, contra la calidad y desarrollo de la democracia. No tiene definición, categorización lo que el Senado hizo con la Ley 15-19. Lo primero es que viola, prima facie, la Constitución de la República Dominicana que establece en su Artículo 212 el rol constitucional de la Junta que señala “La Junta es un órgano autónomo con personalidad jurídica e independencia técnica, administrativa, presupuestaria y financiera cuya finalidad principal será organizar y dirigir las asambleas electorales para la celebración de elecciones y de mecanismos de participación popular establecidos por la presente Constitución y las leyes. Tiene facultad reglamentaria en los asuntos de su competencia”. La introducción del artículo 27 en la versión del Senado cambia toda la fisonomía de la Junta, como órgano y ente que gerencia toda la estructura, procesos y procedimientos de su quehacer constitucional.
Pero, además, el Senado y con ello la Cámara de Diputados constituyen el espejo de su constitución: los partidos políticos. Señala la Constitución en su Artículo 216 el rol de los partidos políticos “La organización de partidos, agrupaciones y movimientos políticos es libre, con sujeción a los principios establecidos en esta Constitución. Su conformación y funcionamiento deben sustentarse en el respeto a la democracia interna y a la transparencia, de conformidad con la ley”. Tres son sus fines y el 3 dice “Servir al interés nacional, al bienestar colectivo y al desarrollo integral de la sociedad dominicana”.
Se esperaba, y se espera todavía, que el Congreso haga una especie de compromiso democrático que no es otro que empujar los límites para alcanzar una democracia más inclusiva y con más desarrollo. La democracia, sobre todo en un país pobre y vulnerable, no puede sustentarse en su puerta de entrada: las elecciones, en el dinero, como fuente principal de acceso al poder. Debe existir regulación, control, límites y publicidad, redición de cuentas. Una democracia donde se acceda al poder por la cantidad de dinero en circulación no es democracia, es plutocracia y nada elegante y halagador ha de devenir de allí que no sea una cleptocracia permanente y un fuerte autoritarismo, que drena y menoscaba el marco institucional. Dinero, poder y democracia han de tener un equilibrio vía el control y los límites, de lo contrario se genera una patología de la democracia. La democracia, diríamos, no tiene precio, por su alcance, dimensión y consecuencia de abordaje y praxis, empero, sí un costo, con su necesario valladar.
Un proceso electoral donde el dinero sea una vena abierta no es competitivo y es sumamente excluyente y, más temprano que tarde como estamos viendo, acceden a los órganos públicos, a las instituciones del poder público, aquellos que no tienen condiciones para la administración pública, aquellos que no son profesionales de la política en el sentido estricto, sino, los que les encanta el dinero, que no es malo en sí mismo, pero, no para un actor medularmente político. Lo que asistimos es tener, en el marco de una división social del trabajo desdibujado, desconfigurado, con una presencia mediocre de políticos. Nada profesional. El colofón es la presencia de dueños de bancas de apuestas y de personas ligadas al mundo de la economía sumergida (ilegal). El dinero es el contenido del mundo clientelar y la corrupción y con ello, de la necropolítica. Es ahí donde el crimen organizado encuentra el espacio más expedito para cooptar individuos que vayan a las instituciones públicas para que los protejan y puedan caminar por donde sea como un honorable.
La partidocracia nuestra, a partir del 2006, creó una verdadera base clientelar y corrupta, orillando toda posibilidad de actuación vía las ideas y la configuración de políticas públicas. La falta de decencia política y la hipercorrupción constituyeron los andamios para solidificar un proyecto de dominación a largo plazo, caricaturizando las instituciones, donde existan de manera formales, empero, no de hechos.
La erosión hacia la democracia, desde el Senado, se pone de manifiesto con la no validación de la paridad en el acceso a los puestos públicos electorales. El Artículo 39 de la Constitución establece el Derecho a la igualdad y en los numerales 4 y 5 es ostensiblemente llamativo, A SABER: “La mujer y el hombre son iguales ante la ley. Se prohíbe cualquier acto que tenga como objetivo o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio en condiciones de igualdad de los derechos fundamentales de mujeres y hombres. Se promoverá las medidas necesarias para garantizar la erradicación de las desigualdades y la discriminación de género”. El 5 nos señala “El Estado debe promover y garantizar la participación equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas a los cargos de elección popular para las instancias de dirección y decisión en el ámbito público, en la administración de justicia y en los organismos de control del Estado”.
En un país donde hay más mujeres que hombres y donde ellas estudian más que los hombres, es penoso esa concepción meramente sexista de exclusión. Una parte de los congresistas creen que el régimen político descansa en una democracia falocrática. Una falocracia en el Siglo XXI en su tercera década. ¡Asombroso, de vergüenza! El Congreso debe ponerse más a tono, acorde, con la agenda de la sociedad que urge de un liderazgo de más compromiso cierto con la democracia. En la sociedad dominicana estamos frente a una crisis de liderazgo político. Tenemos dirigentes, muchos de los cuales adolecen del necesario capital reputacional y ético. Si tuviéramos una democracia de mediana intensidad democrática muchos de los actores políticos de principalía, hoy, todavía no estarían en el escenario. Estarían en un ostracismo político-social cuando no, presos.
La erosión de la democracia por el Senado exacerba el protagonismo de una casta política que se mueve a sus anchas sin límites y sin control, ni sanción ante los delitos punibles electorales, “aprovechando” los vacíos que contienen las dos leyes: 33-18 y 15-19, para seguir con su cultura política de la “avivatura y el tigueraje”, imponiendo con “sus rostros de hombres serios” la cachetada más horrenda a la democracia. Esa erosión a la democracia dominicana por parte del Congreso ha permitido que todavía no se haya aprobado el Código Penal con las tres causales y está produciendo una verdadera ley newtoniana de la política, que es la desigualdad cada vez mayor entre los actores político y la ciudadanía.