Adiós, José Arturo. Fuiste un poeta de la medicina. Ya jugaremos pimpón en el Centro Olímpico del más allá. Ya te invitaré a volver al jardín botánico abandonado a su suerte. Amo tu alegría sobria. Tu humor solemne. Sé que algún día seremos camaradas de un gran Goodbye. Tú alejas los enfermos del cementerio de los depredadores vanidosos. Tú examinas mi pulso frente al mar. Pones las manos sobre mis hombros. Lees mi tasa de café. Hueles el vino sagrado de Dionisio. Descifraste a tiempo la teoría bíblica en Isaías 12 para no embriagarte con el vino que anestesia el dolor. Conoces el Olimpo del adiós. Todavía podemos cantar el merengue final o bailar sobre el protocolo de una náusea histórica. Yo te invito a descubrir en la arena el crustáceo sordo que llora la soledad de las olas. Espérame en tu último ataúd. Yo regreso para descubrir una orquídea que desvía el tránsito hacia una calle equivocada. No sabemos pronunciar el nombre de guerra de las enredaderas de las anglofilias de otra adicción suplementaria. Vamos, acaballo dao, no se le mira la escoba. Tú buscas el origen de una enfermedad venérea olvidadiza. Te preocupan las desesperantes nupcias del vicio de no saber morir y mucho menos pensar. La enfermedad más triste es no saber leer. Desinféctame de ciertos recuerdos lapidarios. La medicina alternativa sabe descubrir la memoria de una selva sospechosa de soltar leones falsos en la oscuridad. Nos desalojaron el zoológico de Cristo Rey para desafiar nuestra lucha contra una infancia deficitaria. Tú no has muerto lo suficiente para oír el trote de los caballos del Apocalipsis. Solo flotas sobre el monopolio de la incertidumbre. Examina esa orquídea que solo sabe hablar inglés. ¿Será el augurio de un despertar sin fin? Hasta pronto, hermano. El tambor de África no está tan lejos de nuestra fantasía identitaria. Fuiste nuestro último Hipócrates negro.