En muchas ocasiones, la envidia se confunde con la emulación que es sana y valora lo realizado por otros y procura su imitación natural.
La primera es corrosiva, insana, destructiva, en muchos casos, y suele contaminar a quienes la ejercen con la misma fuerza y el impulso con los que quiere enfrentar el falso obstáculo que intenta destruir.
Todo acto de envidia es una confesión.
Pero casi nadie declara sentirla para no evidenciar sus complejos casi siempre de inferioridad.
Se trata de una forma de violencia generadora de una toxicidad sutil, a veces, y de enfrentamientos punitivos, en otras.
Asalta espacios ajenos, complica toda iniciativa armónica, crea sufrimiento innecesario.
El apandillamiento envidioso pertenece por igual al subdesarrollo mental por necesidad.
Se trata también de un problema relacionado con el estado de conciencia de cada quien.
Hay un correlato histórico fluido que lleva a dar continuidad a las realizaciones artísticas, artesanas y culturales en general, y es hasta hermoso, no signado por la torpeza envidiosa que suele ejercerse con saña y mala voluntad.
Lucas afirma, creíblemente ya que había ocasión para ello en razón de sus recelos e intereses, que los fariseos llevaron al Cristo a la crucifixión por pura envidia.
Quienes envidian creen que alguien le sustrae un espacio exclusivo, una iniciativa y un logro que solo a ellos pertenece.
Reducen el mundo, de manera enfermiza y mórbida a su entorno limitado, y creen que creando una atmósfera de turbiedad en torno a su “rival” resuelven sus problemas, que son suyos y de nadie más.
La gente envidiosa es por lo general mediocre, se entrega al chisme, a la intriga, al daño, a las complicidades acosadoras, afectando la coexistencia entre seres humanos.
Hay envidiosos feroces, descarados, payasos delictivos, ritualizados e impermeables que no entienden cómo es que el mundo no gira en torno a ellos y que nunca lo hará.