La cápsula anterior describía el comienzo del período de incertidumbre, al borde de la anarquía, que caracterizó los meses posteriores al ‘ajusticiamiento’ de Trujillo. Los remanentes del régimen dictatorial, incluídos miembros de la familia Trujillo, intentaban reafirmar el control en colisión con impacientes y auténticos patriotas, decididos a desplazarlos. Todavía en estado de shock tras el fiasco de la invasión de Bahía de Cochinos y con poca confianza en la política de Juan Bosch, las reacciones de la Administración Kennedy estuvieron moldeadas por el espectro de un gobierno pro-Castro tomando el poder. El resultado fue un ambiente cada vez más precario.

En un contexto de escalada de violencia, mis aventuras personales no tienen importancia. Menciono el siguiente incidente solo porque ilustra qué tan fácilmente el caos de esa época podría alcanzar a un espectador temerario.

Ya crepitando con disparos esporádicos en los centros urbanos, delincuentes y aburridos adolescentes estaban probando los límites de un fracturado sistema de ley y orden. Muchos, embriagados por el olor de la anarquía, comenzaron a alborotar, a menudo, pero no siempre, bajo la bandera de un partido político. El nombre popular que se da a  estos jóvenes es "tigueres". Un objetivo de elección incluía cualquier vehículo que perteneciera al gobierno. Desafortunadamente para los diplomáticos, las placas diplomáticas eran verdes -el mismo color de las que llevaban los vehículos gubernamentales u "oficiales".

Como consecuencia de un imprevisto mal momento, Clark Leith, mi recién llegado colega y asistente comercial de la embajada, acababa de comprar un nuevo Chevrolet. El carro llegó a finales de noviembre. Una mañana, a principios de diciembre, sin señales de agitación civil, Clark estacionó su auto en la calle Sánchez, la vía que cruzaba El Conde al lado de la embajada. Fatalmente, el Chevrolet, el primer coche nuevo de Clark, resplandecía con pintura nueva y estaba impecable, todavía sin las banderas canadienses de papel que yo tenía pegadas por todo mi automóvil y en el vehículo oficial de la embajada.

La ciudad aún estaba tranquila a las once en punto cuando Clark se dirigió al aeropuerto con el chófer en el vehículo de la embajada. Su misión era intercambiar valijas diplomáticas con el mensajero que llegaba de  Canadá. Al mediodía una demostración, incluyendo una variedad de "tígueres", avanzaba por El Conde. Algunas vitrinas de tiendas sin protección habían sido rotas. Mientras observaba, un joven "tíguere" con un garrote estaba mirando las placas verdes en el Chevrolet de Clark.

El "tíguere" empuñó su garrote y comenzó a golpear la ventana trasera del auto. Tal vez porque no salí con nuestras banderas de papel 'protectoras' a la primera señal de perturbación, mi siguiente movimiento no fue sensato. Salí corriendo de la oficina hacia la calle, gritándole al "tíguere" que se detuviera.

“¡Este es un carro canadiense!”

No me prestó atención. Disputamos brevemente, después de lo cual se fue corriendo hacia El Conde –no porque yo hubiera ganado la pelea, que quedó sin definir. Pero ya en ese momento había arrojado una antorcha encendida a través de la ventana rota. Corrí a la farmacia a solo dos puertas de distancia y golpeé la puerta, gritando que necesitaba un balde de agua. Un farmacéutico muy nervioso abrió una rendija de la puerta, a través de la cual expliqué mi necesidad y la urgencia. Se disculpó, y dijo que no quería involucrarse. Después de mucho hablar y de insistir de mi parte, me dieron un poco de agua, pero en ese momento ya era muy poca y demasiado tarde.

También era Chevrolet el automóvil que ocupaba el tirano al ser ajusticiado.

De acuerdo con lo que se decía en la calle, oído por nuestra encargada de la limpieza, el "tíguere" que había incendiado el automóvil de Clark, ahora amenazaba con matarme por tratar de frustrar su deber patriótico. Amigos que conocían la dinámica de la situación mejor que yo, achacaron lo que decía a una fanfarronada machista.

El automóvil todavía estaba ardiendo cuando Clark regresó del aeropuerto. En cuestión de semanas y a pesar del caos continuo, el Ministerio de Relaciones Exteriores reembolsó el costo del Chevrolet y el precio de su embarque. Fui llamado por el Sr. Nadal, el subjefe de Protocolo, a la antigua residencia de Trujillo junto al Malecón, luego convertida en las oficinas de la Cancillería, para recibir el dinero totalmente en efectivo. No hubo registro de la transacción. Nadal me dio un sobre lleno de billetes de pesos dominicanos.

*Después de su destino en la República Dominicana, Clark Leith dejó el Servicio Exterior por la academia, convirtiéndose eventualmente en vicerrector (académico) de la Universidad de Western Ontario.