Ahora que nos abocamos a un conjunto de trascendentales reformas económicas e institucionales, incluyendo la constitucional, ha caído en mis manos, gracias al gentil obsequio del querido amigo y colega Héctor Alies, un magnífico librito del jurista italiano Gustavo Zagrebelsky, intitulado Tiempos difíciles: las confusiones de los constitucionalistas (Lima: Palestra, 2024), cuya lectura es pertinente inmersos ya los dominicanos en las discusiones político-jurídicas propiciadas por los vientos huracanados de reformas.
Afirma Zagrebelsky que los periódicos “acostumbran ahora a interpelar a los ‘constitucionalistas’ sobre las cuestiones controvertidas más importantes y sus ideas se registran en dos columnas: los que dicen blanco, por un lado, y los que dicen negro por el otro (y quizás, en una tercera, los que, para no equivocarse, dicen gris y no toman posición, en realidad en última instancia la toman a favor de aquellas que, en los espacios de poder, pesan más). Así, al final, la ciencia de que la que disponen los constitucionalistas se convierte en una cortesana a disposición de aquellos que detentan el poder político, económico y cultural donde pueden acudir fácilmente para justificarse”.
Pero no solo eso. Lo peor es que la opinión pública, compuesta mayoritariamente por no especialistas en el derecho, se ve constreñida a confiar en “los que saben”. Y entonces la pregunta es: “¿En quién se puede confiar? ¿De alguien que ayer afirmaba lo contrario de lo que afirma hoy, y siempre con la misma pretensión de ser tomado en serio?”.
No se crea que esto es solo cosa de abogados buscando posicionarse con los hombres de poder ejerciendo un “constitucionalismo digital” de respuestas precipitadas, sin matices, equivocadas y de pocos caracteres. No. Hasta algunos grandes juristas, como Carl Schmitt, cuando justificó constitucionalmente los asesinatos políticos perpetrados por Hitler durante la infame “noche de los cuchillos largos” el 30 de junio de 1934, le buscan un “bajadero” legal a los poderosos. Como bien afirmaba Víctor Manuel III, refiriéndose al más grande constitucionalista italiano, Santi Romano, cuando se plegó con una opinión favorable a Mussolini, “los profesores de derecho constitucional, sobre todo cuando son oportunistas pusilánimes […] encuentran siempre argumentos para justificar las tesis más absurdas: es su oficio”.
Es en ese momento, dice Zagrebelsky, donde el constitucionalista se vuelve “constitucionista”, un jurista, no de Estado, sino simplemente condescendiente con el poder. Es por eso que los “constitucionistas”, siempre “en las antecámaras, listos para entrar en las cámaras”, “en general no son respetados, porque con demasiada frecuencia dan la impresión de ‘estar a disposición’”, con opiniones a la medida del cliente político.
Para Zagrebelsky, la labor de los constitucionalistas, contrario a la de los “constitucionistas”, que ni siquiera ascienden al rango del “intelectual orgánico” de Gramsci, es la “tarea política” de defender la Constitución y los derechos constitucionales, sabiendo “que no tienen clientes y no hablan a favor de esto o de aquello, como en los procesos penales, civiles y administrativos” y que, sin ser profetas ni demagogos (Max Weber), se dirigen “a la opinión pública como órganos de la Constitución”, debiendo ser siempre -más si conjugan al mismo tiempo los roles de litigantes, consultores, doctrinarios y profesores- juristas, como Tomás Moro, “for all seasons”, es decir, coherentes y honestos intelectualmente, manteniendo así incólumes su integridad y credibilidad frente a la ciudadanía.