Cuentan que la democracia surgió en Grecia entre los siglos VI y V antes de nuestra era. Dicen, además, que aquella era una democracia reservada para ciertas élites.

El asunto es que, buena, mala o regular, con defectos y con virtudes, la democracia fue asumida por Occidente como la mejor manera de entenderse entre gobernantes y gobernados. Entre sus hitos más valorados se refiere lo indicado, en plena Guerra Civil estadounidense, en 1863, por Abraham Lincoln, en el que se considera uno de los mejores discursos de la historia, cuando describió la democracia como el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

Aunque luego se ha pretendido aplicarla a temas que van más allá de la simple gestión de gobierno y se ha intentado cuidarla y mejorarla, lo real es que hay señales que resultan funestas para la salud y el futuro de la democracia.

En las últimas décadas, la democracia, como sistema de gobierno, desde países u organismos internacionales hasta juntas de vecinos o pequeños espacios sociales, ha enfrentado múltiples desafíos que han puesto a prueba su resiliencia y han dejado al descubierto sus vulnerabilidades.

Uno de los fenómenos más preocupantes es la creciente incidencia de líderes populistas que, aprovechándose de la desconfianza de la gente en políticos tradicionales, logran “colarse” con discursos simplistas y promesas grandiosas, entre otras modalidades de “encantar” a incautos.

Esos modos de proceder, en lugar de fortalecer la democracia, terminan erosionándola y provocando una frustración que debilita las instituciones y mata muchas esperanzas.

La corrupción, la falta de transparencia, la desconexión entre “representantes” y “representados”, y las crecientes desigualdades han generado un sentimiento de desencanto en gran parte de la población. Los ciudadanos, frustrados por promesas incumplidas y políticas que no resuelven sus problemas, buscan una alternativa que les ofrezca esperanza y cambio real. Aquí es donde los líderes populistas ven una oportunidad para presentarse como “redentores” que vienen a devolver el poder al pueblo y a erradicar a las élites “corruptas”.

Esos “líderes” suelen utilizar un discurso anti-establishment, afirmando que representan a “la gente” y se oponen a los intereses de las élites. Su retórica es simplista y emocional, en contraposición a los argumentos racionales y técnicos que suelen emplear muchos políticos tradicionales. Aunque esta estrategia puede movilizar a un electorado cansado y desencantado, y con ello lograr “resultados” inmediatos, termina generando graves riesgos para la democracia.

Entre las tácticas favoritas del relato populista destacan las del discurso polarizador, el que divide a la sociedad en “nosotros” y “ellos”. Ese tipo de retórica fomenta un clima de conflicto y desconfianza mutua entre los ciudadanos, debilitando el tejido social y la posibilidad de diálogo y consenso, elementos fundamentales para el funcionamiento democrático. Esa polarización genera un ambiente de hostilidad en el que las personas se identifican no tanto por sus convicciones propias, sino por su oposición hacia quienes piensan diferente.

Eso abre paso al discurso de odio y la intolerancia que frecuentemente emplean estos líderes populistas para desacreditar a sus adversarios. Regularmente “enfilan sus cañones” a diversos blancos. Además de sus opositores, medios de comunicación, periodistas, líderes sociales y otros sectores suelen convertirse en destinatarios de sus ataques. Con eso consiguen, además de tirar por la borda la cohesión social, poner en riesgo la libertad de expresión.

En algunos casos, los ataques verbales se traducen en acciones concretas, como censura y represión, lo cual amenaza directamente uno de los pilares de la democracia: el derecho a disentir y expresarse libremente.

A menos que hayan “descubierto” una mejor manera para entendernos y lograr avances, lo más aconsejable sería cuidar y mejorar la democracia. Y para identificar a quien la cuida o a quien la daña, la clave puede estar en las respuestas a estas preguntas:

¿Hace algo para recuperar la confianza ciudadana?  Con sus acciones, ¿fortalece o debilita a las instituciones? ¿Promueve la educación ciudadana y la capacidad crítica o prefiere entretener y engatusar a la gente? ¿Fomenta la participación ciudadana o prefiere el rol de “mesías”? ¿Combate la desinformación o le encanta embaucar? Dependiendo de las respuestas, estaríamos ante alguien de confiar o ante alguien que prepara el entierro de la democracia.