Lo sabemos de sobra: las dictaduras militares son alérgicas a la crítica, al ruido ciudadano. No soportan ni el más mínimo cuestionamiento que opaque su «impoluta» autoridad.
Por supuesto, debemos agregar que la canción de protesta, tan de moda en aquellos aciagos años sesenta, setenta, ochenta, también les provoca urticaria. Canciones que hablan de la libertad; de las querencias y dificultades del pueblo; del amor total y sin complicaciones que, pese al tono monótono de sus acordes y de sus rudimentarios guitarrazos, pues si uno se descuida podría quedarse dormido, han sido parte de la resistencia, un grito libertario poderoso y, por eso mismo, atacadas, perseguidas, acalladas. Uno de estos manotazos salvajes fue el asesinato del cantautor chileno Víctor Jara.
Confesiones aparte, nunca me ha gustado mucho su música, quizás por mera ignorancia, quizás por desajuste generacional, quizás porque prefiero más la de sus colegas Violeta Parra, Amparo Ochoa o Mercedes Sosa, aunque nadie puede negar la fuerza de sus canciones. Por ejemplo, en Te recuerdo Amanda, cuenta la historia de una chica que trabaja todo el día en la fábrica y no le queda casi tiempo para ver a su enamorado: «La vida es eterna en cinco minutos». En esta brevedad cabe el sueño, el amor, la ilusión…
Él fue uno de los muchos, muchísimos, demasiados, detenidos después del cuartelazo del 11 de septiembre de 1973, orquestado por Augusto Pinochet (y la CIA) para acabar con el gobierno de Salvador Allende. Para desgracia universal, los soldados tenían la orden de identificar a los personajes notables y fue separado del resto, junto con el abogado y funcionario Littré Quiroga. Sabían que el músico era más que un estudiante revoltoso, más que un obrero inconforme, más que un hombre comprometido con la causa de Unidad Popular, por eso lo torturaron y lo mataron con malvado deleite.
El cobarde crimen ocurrió unos días después del golpe, del que ahora se rememoran los cincuenta años. Jara trabajaba en la Universidad Técnica del Estado y hasta allá llegaron las hordas militares a arrestar a estudiantes y profesores. Lo demás es una triste historia: En el estadio de baloncesto –que ahora se llama Víctor Jara– amontonaron a 5,000 «disidentes». En la cancha, en el graderío, detrás de los aros, en los vestuarios: torturados, asesinados, desaparecidos. Por todo esto, se dice que septiembre es sinónimo de duelo y reflexión para Chile.
Ahora bien, la Corte Suprema acaba de condenar a siete ex militares implicados en el asesinato y tortura del músico. La justicia, lenta, pero constante, de la reflexión ha pasado a la acción. Cierto, habrá quien alegue que falta algo, dado que el sapo mayor se escabulló y, escondido en las faldas de su amiga y aliada, la Thatcher, consiguió que los tribunales británicos se negaran a extraditarlo a España, donde se pretendía juzgarlo…
Un proceso tan largo como la geografía de su país, flanqueada por el Pacífico de un lado y los Andes del otro, que empezó en 1978, cuando su viuda Joan presentó la denuncia, que culmina ahora, en agosto 2023. Las agresiones, resolvió la Corte Suprema, tuvieron como principal aliciente la actividad artística, cultural y política del mismo, estrechamente vinculada al recién derrocado Gobierno. En efecto, Jara participó con entusiasmo y energía en la campaña de Allende y luchó desde su trinchera universitaria, al ritmo de la canción y la conciencia latinoamericanas.
De origen campesino, Víctor Lidio Jara Martínez heredó el gusto por la música de su madre, Amanda (otra vez ese nombre, que se repite en una de sus hijas), aunque antes se dedicó al teatro, disciplina que además había estudiado en la universidad. Simultáneamente, rescataba el folclor de la canción chilena, primero participando en el grupo Cuncumén y más tarde por su cuenta.
Unos crímenes «infamantes», sentenció la Corte y dio instrucciones a la policía de arrestar a los culpables, cuyos nombres prefiero ignorar. Uno de ellos, por cierto, eligió el suicidio antes que la prisión. So pretexto de recoger algunas de sus pertenencias se disparó en su propia casa…
En Chile, país al que Neruda definió como la patria «rodeada de agua combatiente y nieve combatida», algunos presidentes latinoamericanos se reunieron el lunes 11 de septiembre pasado a conmemorar a Allende y a lamentar la dictadura feroz y los muchos desaparecidos y exiliados; pero ya me salí del camino. Yo quería hablar de lo horrible que fue la muerte del músico: su cuerpo tenía más de cuarenta balas y múltiples fracturas (unas cincuenta), y aunque creyeron que te mataban Víctor, como escribió Ernesto Cardenal, lo que hacían era enterrar una semilla.