“Robin Hood”, personaje del imaginario popular inglés, cuya vigencia y simpatía consiste, aparte de aventuras de arco y flecha, en que roba a los ricos para beneficiar a los pobres, queda libre de culpas y convertido en héroe por ser sus víctimas de gran fortuna y poder. Actúa al margen de las leyes del reino, comandando una banda de forajidos que practica el pillaje a mano armada. A través de un fraile gordiflón, se insinúa que Dios lo bendice.
Algo parecido sucede con asaltantes de bancos, pues terminan como celebridades en la gran pantalla. El último fenómeno de veneración a este tipo de asaltantes fue la mundialmente famosa serie española “La casa de papel”. Los de la autoridad eran malos y los que robaban buenos.
Es una creencia arraigada que el exceso de dinero lleva trampas y explotación -generalización incorrecta, pero viva entre mayorías del mundo capitalista- justificando quitarle a los que tienen mucho bajo cualquier pretexto, aunque a veces el resultado de ese convencimiento sean desastres sociales y otras calamidades.
Lo que todavía está por descifrarse y detallar son los mecanismos que alivian las culpas de aquellos que, robándole a los pobres, se hacen ricos o aumentan sus riquezas.
Si “Robin Hood” robara por los caminos boscosos de “Yorkshire” a los miserables sin fortuna, para luego salirse del bosque y vivir en un palacio, o si el fraile gordiflón empleara un chef de cinco estrellas y cantara misa en capilla de oro, en algún lugar del siglo catorce equivalentes a Casa de Campo, nunca hubiesen sido leyenda: a Robin lo hubiesen colgado y al fraile quemado.
¿Cuál es la dinámica psicología, el autoanálisis, la contrición, la vergüenza, y la tesitura moral de los funcionarios nuestros que han robado miles de millones de pesos a un pueblo pobre y necesitado, apenas educado, y que se bambolea entre crisis ambientales y problemas de salud? Seguro que han tenido que retorcer su mente para no enloquecer o dejarse consumir por el remordimiento. ¿Cómo lo hacen?
Un número limitado de posibilidades explicaría el desparpajo y la aparente fortaleza individual de estos delincuentes políticos. La psiquis, si bien es “ancha y ajena”, en lo esencial es simple y limitada. Pienso que podríamos explicar esas sonrisas de Gioconda misteriosa, esa rabia de pelotero ponchado, y esa insistencia de inocencia que presenciamos en los diferentes medios al ventilarse procesos, declaraciones y acusaciones, de forma sencilla.
La dinámica grupal, que consiste en la creencia y el quehacer de un colectivo a través de su historia, convierte en hábito y naturaleza lo que fuera del grupo sería aberración. El hábitat del gánster, del narcotraficante, del fanático y de los partidos corrompidos, serían ejemplos precisos de vivir ajeno a creencias y mandatos vigentes en el resto de la sociedad.
Una pasión desesperada, resentida, urgente, de sobrevivencia económica, impulsa al individuo a ejecutar desmanes que, en diferentes circunstancias personales, sería incapaz de cometer. Sus necesidades y las de los suyos santifican sus delitos.
A veces, una ciega obediencia, una lealtad distorsionada, o una dependencia enfermiza, somete la voluntad al dictamen de un jefe. Sometidos, secundan las maldades de sus superiores y participan en ellas, venciendo cualquier reparo.
Arropado por la necesidad imperante de prosperidad económica y ascenso social, teniendo frente a sí decenas de posibilidades de conseguir dinero a través del erario, y amparado por una impunidad institucionalizada, convierte a timoratos en atrevidos ladrones.
Y, finalmente, por ahora, el psicópata. Este es un antisocial de pura cepa, que acecha, que sabe a lo que va; sigiloso como pantera que no cesa hasta dar el zarpazo. Un enfermo cuyo mundo comienza y termina en sus necesidades. Sin culpa ni remordimientos, ni Dios.
“De todos ellos hay en la viña del Señor”, y tienen representación entre encartados y no encartados; Robin Hoods que vivieron robándole a los pobres para dárselo a los ricos. Algunos se cuestionan, pocos sienten culpas, y todos guardan fortunas que no les pertenecen.