Una de las obras clásicas del pensamiento liberal universal lo es “Ensayo sobre la libertad”, del filósofo, escritor, economista y político inglés John Stuart Mill, la cual salió a la luz pública en el año de 1859.

Tal como explica Francesc Cardona, prologuista y traductor al español de una de las ediciones de la obra, en la misma no se aborda el concepto de libertad en el sentido estrictamente ético o metafísico, en su acepción equivalente a libre albedrío, como se había concebido en la Grecia y Roma antiguas, sino que el autor desarrolla un conjunto de ideas acerca de la libertad social y civil, tomando en cuenta la necesidad de limitar el ejercicio del poder del gobierno sobre los individuos, no obstante los gobernantes responder a una forma regular a través del partido o corriente mayoritaria que rige en un determinado momento en una sociedad.

Resalta Cardona que, para Stuart Mill, la libertad en toda su extensión es sinónimo de progreso, y en tal sentido, a diferencia de las doctrinas igualitarias plasmadas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789, este plantea que “su condición sustancial radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial de cada uno de los seres humanos, por lo que reivindica así la posibilidad de ser distinto, de ser uno mismo como expansión plena y al máximo de la individualidad”. (Véase Stuart Mill, John. Ensayo sobre la libertad. Barcelona, Ed. Brontes S.L, 2011, p. 6-7).

En efecto, uno de los ejes centrales del ensayo es denunciar el peligro de la absorción del individuo por la sociedad que se alza como un muro infranqueable contra el caminar de los seres humanos, del mundo civilizado. Por ello, en la obra queda claramente establecido que todo lo que destruye la individualidad es despotismo, tiranía, y pretender cada vez más una uniformidad de costumbres en detrimento de las diferencias individuales, constituye una práctica que cercena la originalidad y tiende a crear una sociedad hasta cierto punto mediocre.

Una muestra de la vigencia de esto último, señala el citado prologuista, es que, en estos tiempos, en muchas sociedades ocurre que cada vez más todos visten de idéntica manera, leen y escuchan las mismas cosas, se congregan en los mismos sitios, sus ideales son los mismos, corriendo el peligro de abandonar los auténticos motores del progreso, como han sido hasta ahora las fuentes individuales o las minorías.

También adquiere actualidad la idea del predominio de las costumbres en la sociedad cuando se observa a “las gentes ante el televisor viendo los mismos programas embotadores, intentando llevar las mismas marcas de vestidos y calzado (si el dinero lo permite), leyendo las mismas revistas del corazón o deportivas e intentando obrar de idéntica manera.”

Contrario a la idea de asumir ciegamente las costumbres y los dogmas, conforme a la teoría del filósofo inglés todo lo bueno que existe en el mundo es fruto de la originalidad, y esta es una cualidad que, sin la libertad individual, no podrá alcanzarse.  De ahí que planteara: “cada individuo, cuanto más desarrolla su personalidad, más valiosa se hace a sus propios ojos y, en consecuencia, más valiosa se hará a los ojos de sus semejantes. Alcanza una mayor plenitud de vida en su existencia, y habiendo más vida en las individualidades, más habrá en el conjunto, que, al fin, se compone de ella”.

Igualmente, Mill plantea que la única fuente verdadera y permanente del progreso es la libertad, pues, gracias a ella, puede contar el progreso con tantos centros independientes como personas existan.  

Mill sostiene que el libre desarrollo de la individualidad es uno de los principios esenciales de la felicidad

En otro aspecto, para el célebre pensador, que abogó por el voto femenino y la igualdad de derechos entre los sexos como intelectual y representante ante el parlamento inglés por el Partido Liberal, la libertad debía de revelarse contra la costumbre en determinadas circunstancias. En ese sentido, afirma: “Pero, el principio modernizador, según se le considere como amor a la libertad, o como amor de las mejoras útiles, aparece siempre enemigo del imperio de la costumbre, pues, al menos aquél, conlleva la liberación del yugo de esta; y la lucha entre esas dos fuerzas constituye el interés fundamental en la historia de la humanidad. La mayor parte de los países del mundo carecen de historia, propiamente hablando, porque el despotismo de la costumbre es absoluto. Tal es el caso de Oriente. La costumbre es allí el árbitro soberano de todas las cuestiones; justicia y derecho significan allí conformidad con la costumbre. Nunca nadie, salvo algún tirano ebrio de poder, ha soñado con resistir al argumento de la costumbre.”

Por su parte, con relación a la libertad de expresión, Mill sostiene que, a pesar de existir numerosas razones que hacen necesario que los seres humanos sean libres para formar opiniones y para expresarlas libremente, siendo tantas las fatales consecuencias que la naturaleza intelectual y por ende la naturaleza mental del ser humano sufre cuando tal libertad no es concebida o afirmada a despecho de toda prohibición, nadie puede o debe pretender que las acciones deban ser libres como las opiniones, y que, al contrario, entiende que estas pierden su inmunidad cuando se las expresa en circunstancias tales que, de su expresión, resulta una positiva instigación a cualquier acto incorrecto o perjudicial.

Afirma que la opinión sobre que “los comerciantes de trigo hacen morir de hambre a los pobres o que la propiedad privada es un robo”, no debe inquietar a nadie cuando solamente circula en la prensa. Pero puede incurrir en justo castigo si se expresa oralmente en una reunión de personas encolerizadas, agrupadas a la puerta de uno de estos comerciantes, o si se la difunde por medio de pasquines.

Acciones como esas, que sin causa justificada perjudiquen a alguien, pueden y deben ser controladas y en los casos importantes lo exigen por completo, quedando así bastante limitadas por la premisa: “no perjudicar a un semejante”.

No obstante, el autor afirma que si se abstiene de molestar a los demás en sus asuntos y el individuo se contenta con obrar siguiendo su propia inclinación y juicio, en aquellas cosas que solo a él conciernen, las mismas razones que establecen que la opinión debe ser libre, prueban también que se halla por completo permitido que ponga en práctica sus opiniones, sin ser molestado, a su cuenta y riesgo.

Una de las razones en que fundamenta esta última postura es que “la especie humana no es infalible; que sus verdades no representan más que medias verdades, en la mayor parte de los casos; que la unidad de opinión no es deseable a menos que sea consecuencia de la más libre y total comparación de opiniones contrarias, y que la diversidad de opiniones no es un mal sino un bien, por lo menos mientras la humanidad no sea capaz de reconocer los diversos aspectos de la verdad, tales son los principios que se pueden aplicar a las formas de actuar de los seres humanos, así como a sus opiniones. Puesto que es necesario mientras dure la imperfección del género humano, que existan opiniones diferentes, del mismo modo será conveniente que haya diferentes maneras de vivir; que se abra campo al desarrollo de la diversidad de carácter, siempre que no suponga prejuicio para los demás; y de los diferentes géneros de vida. En resumen, es deseable que, en los asuntos que no atañen primariamente a los demás, sea afirmada la individualidad. Donde la regla de conducta no es el carácter personal, sino las tradiciones o las costumbres de otros, allí faltará completamente uno de los principales ingredientes de la felicidad humana y el ingrediente más importante, sin duda, del progreso individual y social.”

Mill sostiene que el libre desarrollo de la individualidad es uno de los principios esenciales de la felicidad, por lo que si se tuviera no como un elemento coordinado con todo lo que se menciona con las palabras civilización, instrucción, educación, cultura, sino más bien como parte necesaria y condición de todas estas cosas, no existiría ningún peligro de que la libertad no fuera considerada en su justo valor y no habría que vencer grandes dificultades para trazar la línea de demarcación entre ella y el control social.

Sin embargo, denuncia que, por desgracia, a la espontaneidad individual no se le puede conceder, por parte de las formas comunes de pensar, ningún valor intrínseco, y no se la considera digna de atención por sí misma, porque la mayoría se encuentra satisfecha de los hábitos actuales de la humanidad (pues ellos son quienes la hacen ser como es), y no puede comprender por qué no ha de ser lo bastante buena para todo el mundo.

De ahí que la espontaneidad no entra en el ideal de la mayoría de los reformadores morales y sociales, y, por el contrario, la consideran más bien con recelo, como un obstáculo enojoso y tal vez rebelde frente a la aceptación general de lo que, a juicio de estos reformadores, sería mejor para la humanidad.

El autor establece que pocos individuos, fuera de Alemania, llegan a comprender siquiera el sentido de esta doctrina, sobre la que el sabio Guillermo de Humbolt escribió un tratado en el cual formula el criterio de que “el fin del ser humano, no como lo sugieren deseos vagos y fugaces, sino tal como lo prescriben los decretos eternos e inmutables de la razón, consiste en el desarrollo amplio y armonioso de todas sus facultades en un conjunto completo y consistente”.

En ese sentido, prescribe que el fin hacia el cual todo ser humano debe tender  es la individualidad del poder y del desarrollo, y para esto, son necesarios dos requisitos: “libertad y variedad de situaciones”; ya que su unión produce, “el vigor individual y la diversidad múltiple” que se funden en la originalidad.

Sin menoscabo de la doctrina elaborada por Humboldt, Mill postula que nadie piensa que la perfección de la conducta humana consista en copiarse exactamente los unos a los otros. Como tampoco puede afirmarse que el juicio o el carácter particular de cada persona debe entrar para nada en su forma de vivir y cuidar sus intereses, y que sería absurdo pretender que los seres humanos vivan como si nada hubiera existido en el mundo antes de su llegada a él, como si la experiencia no hubiera demostrado jamás que cierta manera de vivir o de conducirse resulta preferible a otra cualquiera.

Asimismo, aclara que no pone en tela de juicio que se deba educar e instruir a la juventud con vistas a hacerla aprovechar los resultados conseguidos por la experiencia humana, pero hace la salvedad que el utilizar la experiencia e interpretarla es privilegio y condición propios del ser humano cuando ha llegado a la madurez de sus facultades. Y en ese estadio, él es quien descubre lo que hay de aplicable, en la experiencia adquirida, a sus circunstancias y a su carácter.

Reconoce que las tradiciones y las costumbres de otras personas constituyen, hasta cierto punto, una demostración de lo que les ha enseñado la experiencia y esta supuesta demostración debe ser acogida deferentemente por ellos.  No obstante, su experiencia puede ser muy limitada o puede no haber sido interpretada con rectitud. Su interpretación de la experiencia puede ser correcta pero no convenir a un individuo en particular, ya que las costumbres están hechas para los caracteres acostumbrados y las circunstancias acostumbradas, pero esto no siempre se cumple. Igualmente, aunque las costumbres sean buenas en sí mismas, y convengan bien a una determinada persona, un individuo que se adaptara a la costumbre solo porque es la costumbre, no conserva ni desarrolla en sí ninguna de las cualidades que son atributo distintivo del ser humano.

En virtud de las citadas razones, una de las conclusiones del autor es que “las facultades humanas de percepción, de juicio, de discernimiento, de actividad mental, e incluso de preferencia moral, no se practican más que en virtud de una elección. Quien ejerce algo porque es la costumbre, no hace elección ninguna. No consigue ninguna práctica ni en enjuiciar ni en desear lo mejor. La fuerza mental y moral, lo mismo que la fuerza muscular, no mejoran si no se ejercita. Y no se practican estas facultades obrando de una manera sólo porque otros obran así, como tampoco creyendo nada más los que otros creen. Si alguien elige una opinión sin que sus premisas le parezcan concluyentes, su razón no quedará con ello fortalecida, sino probablemente debilitada.”

Aunque no es posible sintetizar todas las vertientes del ensayo en cuestión, en apretada síntesis, de las ideas citadas se aprecia cual es el eje central en torno al cual gira la cosmovisión de su autor.

El Estado y la sociedad no deben intervenir, ni mucho menos castigar y perseguir a las personas por su forma de pensar, ni por expresar libremente sus ideas, o por sus preferencias y estilo de vida, siempre que estas no afecten al prójimo.

Libertad es sinónimo de progreso, y no puede haber progreso social si el Estado, los gobernantes y la sociedad no garantizan el ejercicio de la libertad individual, el libre desarrollo de la personalidad del individuo, y si esta no se concibe como la esencia y condición de la educación, la cultura y la civilización.

Cuando observamos la mayoría de las sociedades del mundo actual, desde Oriente, China, Rusia, la India, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua, hasta muchos de los países denominados democráticos y del “mundo libre” en los cuales, por diversas razones, se han adoptado legislaciones restrictivas de las libertades públicas y los derechos civiles de las personas, es preciso concluir que una buena parte de las ideas esenciales de John Stuart Mill cobran más vigencia que nunca, no obstante haber sido reconocidas en forma de derechos humanos y fundamentales en los instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos y en la mayoría de las constituciones del planeta.