La Paqui había rodado y no poco por el mundo. Nacida a finales de los años setenta sus padres, una pareja de aventureros poco dispuestos a asentar sus reales en sitio alguno que les condenara a una vida trivial y monótona, hicieron las maletas y partieron con la criatura, un poco salvaje que ya era por aquel entonces su pequeña, hacia República Dominicana. Un amigo les habían hablado en términos elogiosos del azul de sus aguas, del verdor de las  montañas y la exuberancia de sus flores. Les contó, en no pocas ocasiones, maravillas acerca de la calidez de sus gentes, de su música y todo aquel soniquete se les había ido antojando, al menos desde la península, cada vez más apetecible. Lo cierto es que no lo pensaron demasiado y si hubo algún agorero que desaconsejó el viaje le dejaron sin más contemplaciones con la palabra en la boca.

Y así, con pocos planes y acumulando expectativas inciertas, llegaron los tres al Caribe casi con lo puesto. Incorporó Carmen a la empresa un par de maletones que a saber de dónde habrían salido y que lograron albergar todo cuanto poseían. Cierto es que no contenían salvo unos pocos cuartos conseguidos aquí y allá , pues no eran personas dadas al trabajo fijo ni al ahorro, y los cuatro trapos que tenían y que bastaban, según les habían dicho, para soportar con cierta dignidad el rigor y los calores de la isla. Para su niña le había regalado Luisa, una amiga de su madre, unos cuantos vestiditos finos de los que de vez en cuando donaba a la periferia algún rastrillo parroquial del centro de Madrid.

La Paqui empezó así, escasa de casi todo, su andadura en tierra extraña aún sin cumplir los cuatro años, pero ya pisando fuerte. Toda rizos dorados, toda frufu de hermosos vestidos las pocas veces que lograban a duras penas ponerle uno, toda mocos y dotada, sobretodo, de un carácter del demonio. En el barrio las niñas aprendieron pronto a respetarla y los niños solían esquivar hasta su sombra dada su fama de malhumorada. Con el tiempo dulcificó una pizca sus rabietas. Se le fueron colando por las venas el merengue y la bachata que inundaban el barrio. El sol dominicano le bronceó las piernas y el cuerpo entero se le puso tan dorado que parecía siempre recién bruñido por manos de experto. Pasada la pubertad se llenó de curvas y de carne firme y prieta y a su alrededor comenzaron a pulular, como moscas a la miel, los muchachos de la zona. Ella ignoraba a todos por igual y con sincero desprecio. Les tenía un cariño, eso es cierto, que la honraba, pero era más bien ese tipo de afecto –un poco distante– que se le tiene un primo medio lelo o a ese hermano pequeño que sin piedad incordia tu existencia. Se les quiere sí, pero bien lejos. Y así es como solían ser las cosas para ella.

Desde que llegaron a la media isla sus padres, Carmen y Eduardo, habían hecho lo que mejor sabían hacer: tirarse en la playa, fumarse unos petas y cuando la vida agobiaba dedicarse al noble arte de la improvisación. Un trabajillo casual, un cursillo de magia y esoterismo impartido con visos de seriedad y rigor en la arena, algún que otro vistoso tatuaje de henna dibujado  en la piel del turista de turno, pulseritas de algodón, falsos collares y quincalla  vistosa para amantes de lo efímero y se hacían con el dinero suficiente para ser felices por una buena temporada. Por fortuna tuvieron a bien no traer más hijos al mundo y la Paqui creció entre la generosa protección de muchos brazos y el refugio seguro de ninguno. Se podía decir que la  niña tuvo claro desde siempre que su vida era suya y de nadie más.  Creció autosuficiente y convencida de que solo ella era responsable de la misma y que debía inventarla a su manera. Y así lo hizo. Ansiaba volar y lo hizo pronto. Abandonó temprano el nido decidida a mejorar la vida que había vivido junto a aquel par de locos que la habían traído al mundo. Les quería, sí y sin duda, pero les querría mucho más en la distancia, se dijo apenas subió al autobús que habría de llevarla a la capital. Y así fue para siempre. No les veía a menudo pero les llevaba siempre cerca, por si necesitaba conectar con sus raíces y recordarse quien era.

En la ciudad le fue bien. Para ella todo fue sencillo. Aprendía con rapidez, era inteligente, tenaz y algo en ella emanaba una seguridad de la que otra gente carecía. Escalar posiciones fue en su caso un juego de niños, pero pronto se aburrió de aquella mortal seguridad que pareció invadir su vida. Se enamoró por completo y en mala hora de un idiota. Descubrió que lo era y sin darle tregua le dejó tirado al primer intento de Darío por pedirle matrimonio y encerrarla en casa dorada. Después de aquello tan solo se concedió  un par de años más en Santo Domingo, hizo algo de dinero por si venían mal dadas y decidió partir hacia otros destinos.

Soñó durante meses con regresar a España. Le entró, sin saber interpretarla, una  morriña rara e inesperada por un país, el suyo, del que no conocía apenas nada, al menos de primera mano; sin embargo finalmente y después de barajar otras opciones, decidió probar fortuna en Miami. Fue el inicio de un largo periplo con desigual fortuna por tierras del gigante americano. Abrió puertas y por igual dio portazo para cerrar otras con candado y siete llaves. Probó suerte en oficios de distinta catadura y para no faltar a la verdad no siempre se sintió orgullosa de sí misma. Su paso por la isla había sido amable. Desde que la pisó por primera vez se sintió en tierra propia y sin embargo unos cuantos años recorriendo Estados Unidos no lograron acercarla al país.  Algo no le permitió jamás llegar a conectar con un lugar que le resultaba inhóspito. Algo no llego nunca a cuajar entre ambos en un idilio que siempre resultó fallido. Mientras tanto se casó, se divorció, vio frustrado su único embarazo y se le escaparon para siempre las fuerzas y las ganas de ser madre. Los americanos le parecieron simples y aburridos. Predecibles y faltos de ese gracejo inconsistente y cálido de la tierra que acogió su infancia y su primera juventud. Deambuló de un lado a otro de modo inconsciente y sorprendida al mismo tiempo de sentir ese virus inoculado por sus padres y que le era tan fácil reconocer. Al final, después de todo, también ella era una sin tierra. En una ocasión atisbo a sentir muy de cerca la necesidad de echar raíces, pero apenas pasados unos meses comprendió que una vez más había sido solamente un espejismo. Stela McCarthy tampoco era su destino, así pues se despidieron en pactada armonía, cruzaron  mails llenos de afecto durante unos años y después, el amor y la amistad, cedieron paso al olvido. Hoy rara vez sabían la una de la otra.

Para cuando decidió que finalmente estaba preparada para regresar a España, había relegado al olvido muchos pequeños sinsabores y deseos. Abandonó por el camino amistades que un día descubrió que nunca lo fueron, amores errados, proyectos fallidos y de recorrido incierto. Rodó inacabables carreteras, cientos de millas en busca de un lugar que al fin sintiera como propio, pero este le fue esquivo. Y por dejar de lado, hasta logró dejar tirado a su suerte en el asfalto, el nombre que la había acompañado hasta aquel entonces. Ese diminutivo, cariñoso y un tanto vulgar, por el que todos la habían conocido desde su infancia. La Paqui, cedió terreno a Fran, una mujer mucho más serena y reflexiva, cincelada a pequeños toques por el incesante traqueteo de la vida. No le fue mal. Para no ser injusta no podía decir que su existencia hasta entonces no hubiera sido rica en experiencias. Si República Dominicana había logrado atemperar su indómito carácter y hacerla más amable y más humana, este país que aún pisaba le había enseñado mucho más de lo que nunca hubiera  imaginado. Lo abandonaba segura de que –a pesar de todo–  demostraría con el pasar de los años, que su huella habría de ser indeleble. Fran había aprendido a ser agradecida y a no guardarse nada adentro. Se despidió sinceramente conmovida y con afecto de aquellos que, poco a poco, fueron horadando defensas y  ganando su afecto. No eran muchos pero si los suficientes para partir con el equipaje repleto de buenos momentos. Le acompañaron al aeropuerto Mira y Stacy, sus dos mejores amigas. Se despidieron como eran, con emoción sincera y contenida, sin pizca de aspaviento que las señalara con el dedo. Le hicieron las últimas recomendaciones para el vuelo; le ofrecieron bien dosificados los consejos y agitaron sendas manos con tristeza cuando desapareció de su vista camino de la sala de embarque. El corazón de Fran osciló en aquellos momentos en abierta zozobra. Notó un repentino vuelco.  Lo sintió tambaleante en lo alto de la cuerda –pértiga en mano– sin quitar la vista del frente y se dijo –¡ánimo! es tan solo el maldito miedo. Tiró con fuerza del carro en el que llevaba sus maletas, volvió la vista atrás y ya no pudo ver a nadie. Volvía a empezar y una vez más, pensó sin pesar, lo hacía sola.