En un primer intento de cinefilia aficionada, el corto Concha (2013) bajo la mentoría de Giovanni Cuevas, de la Escuela GC Films, el profesor advirtió que disponía de estilos de gestión inapropiados para trabajar un proyecto de arte.

Al llevarme de la mano para aprender a dirigir un proyecto de esa naturaleza, Cuevas observó que dirigía al equipo a través de contradicción de ideas, para librar incidentes del proceso. Con mucha gracia me advertía que un set de cine no es un tribunal, y corrigió algunos de mis vicios de dirección.

Casi diez años después le di cesantía a mis temores y trabajo en un segundo proyecto de cine amateur, “Poniatowska y Dominicana Conversan”. En las reuniones de trabajo con el asistente de dirección del proyecto, el cineasta dominicano Ian Felipe Rodríguez, recordé a su colega Giovanni.

Mientras discutíamos el flujo de imágenes, textos y sonidos, la abogada dentro de mí hizo una intervención forzosa y, con mucha paciencia, Ian, un talentoso joven dominicano egresado del Tecnológico de Monterrey en cine, me invitó a fluir de manera distinta.

No puedo calcularme las prestaciones porque a otras horas del día necesito seguir practicando derecho, pero mientras estoy “con el poncho morado”, dejo a los de profesionales en cine, narrativa y diseño que me acompañan a ayudarme a encontrar nuestra la obra colectiva.

Sin saberlo, alguien puso en mis manos un libro que, al abrirlo, pone en mora a la abogada para que desaparezca por unas horas: Robert Altman, al otro lado de Hollywood. Es un gran código anotado con la intrahistoria de la obra del cineasta nacido en Kansas en 1925 y fallecido en 2006. Su autor Christian Aguilera hace un detallado estudio de las influencias, fuentes y gestiones de producción del gran artista, mientras hacía cada una de sus películas.

Luego de concluir mi jornada jurídica para iniciar la otra, abro el libro y me leo un capítulo. Supe, por ejemplo, que antes de rodar M. A. S. H. (1970), película que vi de niña, Altman copilotó en la Segunda Guerra Mundial un B-24, experiencia que le ayudó a perfilar elementos de esa obra.

Para la metáfora política en clave musical Nashville (1975), Aguilera explica que Altman usó un cuaderno bitácora escrito por la guionista Joan Tewkesbury en una visita de avanzada a esa ciudad. A diferencia de Francois Truffeut, en la película Fahrenheit 45 (1966), que se valió de un clásico diario de rodaje, Altman se dejó inspirar por los apuntes de la escritora para captar la escena cultural de la Atenas del Sur. En un proceso inverso, debo volver mentalmente a México para enmarcar lo conversado en casa de Poniatowska.

Prêt-à-porter (1994), otra de sus destacadas obras de cine coral, tuvo un proceso creativo inusual. Como Nashville, tiene esa atmósfera de cine documental. Prêt-à-porter es una de las películas que mejor documenta el hedonismo de los años noventa en París, su capital sibarita. Quisiera lograr el documental amateur con atmósfera de película. He estado viendo de nuevo ambas películas. ¿Cómo olvidarlas? Nashville y Prêt-à-porter

Busco las líneas de diálogo y pronunciamiento visual que me permitan transmitir el México de la escritora y periodista con la que me senté a conversar, su obra coral como la de Altman. Más de treinta filmes de Altman me esperan para poner la energía de la abogada en reposo, cada vez que retome mi pequeño trabajo sobre una gran artista. El libro ha sido un buen regalo