La gente espera empatía de sus hombres públicos. No es siquiera que sufran tanto como el pueblo sufre en los tiempos duros, sino que no gocen tanto mientras los demás sufren mucho.

Como ha sido visto con los aumentos de salarios puestos al descubierto recientemente en la Superintendencia de Bancos y en la Superintendencia de Electricidad de República Dominicana, a los ciudadanos les irrita que en medio de una crisis económica los funcionarios públicos se suban sus ya altos sueldos, aunque sea legal hacerlo, les corresponda el aumento por ley o sea mandatorio por su marco regulatorio.

La irritabilidad pública no es de ahora ni es local. Es una ira contra las élites, públicas y privadas, que tiene años incubándose, acrecentándose y expandiéndose de forma global, y que se activa ante cualquier acto considerado imprudente (no digamos ya de corrupción), incluso si el funcionario que la provoca cuenta con un colchón de popularidad capaz de amortiguar la rabia colectiva.

El más reciente fenómeno internacional de hipersensibilidad popular lo acabamos de ver en Finlandia, donde su primera ministra, Sanna Marin (36 años), ha estado en el ojo del huracán porque se ha filtrado y viralizado un video donde se le ve en una fiesta privada, bailando con sus amigos, con la normalidad de la joven mujer europea que es y que prometió seguir siendo poco después de su llegada al mando de la nación.

Marin no se ha librado de la ira pública ni siquiera por la alta tasa de aprobación con que cuenta en su país; ni por el reconocimiento nacional e internacional del que ha gozado por el acertado liderazgo con que ha conducido a su nación en medio de la pandemia; ni por la notoriedad de su voz en el contexto europeo y global, al querer unir a su país a la OTAN, para hacer un frente común en contra de la invasión rusa a Ucrania, ni siquiera porque hasta la prensa más crítica le reconoce el cumplimiento de sus obligaciones y de sus promesas.

Tampoco se trata de que los finlandeses están luchando diariamente por conseguir el pan de cada día ni de que tengan un problema de desigualdad como el de Latinoamérica. Todo lo contrario, esta pequeña nación de 5.5 millones de habitantes figura en los rankings de Naciones Unidas como el “país más feliz del mundo” y es habitual que aparezca  en los primeros puestos de los rankings internacionales sobre calidad de vida, desarrollo económico y nivel educativo.

Aun así, se escucharon reclamos como este de Petri Kuittinen, que se identifica en Twitter como un padre de cuatro hijos, y desde allí trinó: "¡Finlandia está sufriendo por los altos precios récord de la electricidad, la falta de atención médica y de profesionales para el cuidado de los ancianos, ¡y así es como nuestra líder está pasando su tiempo!". Y a seguidas insertó el video de la mandataria “dándolo todo”.

Tal fue la rabia popular provocada por el baile y otras escenas festivas ligadas a Marin, que la eficaz y eficiente primera ministra ha sido forzada por la presión popular a hacerse una prueba de drogas, que salió negativa, y a pedir disculpas públicas, expresando entre lágrimas una conmovedora declaración: "Soy un ser humano y a veces yo también necesito alegría y diversión en medio de nubes oscuras. No me he perdido ni un solo día de trabajo y no he dejado ni una sola tarea sin hacer”.

Como es usual en estos casos, se han escuchado las voces feministas señalando que este ataque a la política treintañera se debe al hecho de que es mujer y joven. Quizás tengan razón, pero me inclino a pensar que el enfoque que nos enseña algo a todos es el del fenómeno acuñado como la ira contra las élites, impulsado por las altas temperaturas de las redes sociales y por el estriptís voluntario e involuntario al que todos estamos expuestos en estos días, especialmente quienes hacen vida pública.

Pocas semanas antes del caso Marin, ya habíamos conocido el del hasta hace poco incombustible primer ministro inglés Boris Johnson, quien parecía poder escapar de cualquier escándalo, a pesar de que sus resultados como mandatario no destacaban por notables. Pero la suerte se le terminó cuando en diciembre de 2021 se filtraron informaciones sobre fiestas celebradas en el número 10 de Downing Street, en 2020, con la participación del primer ministro, mientras el confinamiento y el distanciamiento social era obligatorio para los demás, por causa del avance de la COVID-19. Johnson quedó tan débil por el partygate que bastó un soplo mínimo, más adelante, para que fuera forzado a renunciar el pasado mes de julio.

Si la rabia contra las élites se ha manifestado más o menos igual en las gélidas culturas nórdicas y sajonas en estos días, ya antes habíamos visto ese mismo fuego cruzado en la calenturienta cultura latina. No escapó de él ni siquiera el que fuera el bien plantado, altamente respetado y popular monarca Juan Carlos I de España, cuando se hizo público que en 2012 el entonces rey de España andaba cazando elefantes en Botsuana, como parte de un safari privado de elevadísimo costo, mientras millones de españoles llevaban cuatro años sufriendo la peor crisis económica desde que se inició su democracia. Desatado el escándalo, el rey hubo de pedir perdón a sus conciudadanos, marcando un hito sin precedentes en toda la historia de la realeza, justo en lo que sería el primer punto de inflexión de una racha de fechorías protagonizadas por el monarca, que lo llevaría a abdicar la corona en su hijo Felipe VI, dos años después de aquella cacería en Botsuana, pagada por fondos privados, provenientes de amigos de Su Majestad.

En Latinoamérica, el telón de fondo de la desigualdad grande y creciente puede llevar a reacciones públicas que serían insólitas en una situación ordinaria, como la ira nacional que se desató en Venezuela en 2018, cuando circuló un video de Nicolás Maduro disfrutando de un trozo de carne de primera, mientras sus conciudadanos padecían una hambruna similar a la de un país en guerra.

“En él no se lo ve haciendo nada reprobable o ilegal: simplemente, come”, escribió entonces la talentosa cronista y columnista argentina Leila Guerriero. «En un restaurante de lujo, en Estambul, pero tan solo come. El vídeo produjo enorme indignación en ciudadanos, políticos, medios: ‘Maduro come y el país se muere de hambre’ ».

“ (…) El verdadero desastre es que el vídeo en el que se ve a un presidente que come tenga la misma capacidad de viralizarse —y provoque los mismos decibeles de indignación social— que tendría un vídeo de alguien cometiendo un delito”, continúa escribiendo Guerriero, no como una crítica a la sociedad venezolana, sino para enfatizar la situación de miseria que sufría el que fuera el país más rico de Sudamérica.

El de Venezuela, evidentemente, es un caso extremo en todos los sentidos, pero no por ello deja de calificar para entrar en el prontuario de actos lícitos y hasta inocuos, “cometidos” desde el poder, que han provocado la alteración del estado de ánimo de las mayorías, que ya no son silentes como antes eran.

Es evidente que, en estos tiempos, cuando la gente habla de empatía en la función pública lo que quiere significar es prudencia, como mínimo, pero elevada a la máxima potencia.