1.- Le tengo miedo a mi amigo El Súper a la hora de presentarle cualquier vino. Sus exigencias son altísimas, como de ángeles catadores. El Súper nunca será visto en la zona “Tres por uno” de El Bravo, algo así como el Triángulo de las Bermudas de los vinos baratos. Mi colega tiene una lengua no solo viperina sino buenísima para diferenciar un Merlot de un Chateau, o de otro enriquecido en barricas medievales.

2.- “Al dominicano le fascina el vino que dice Chateau”. Lo oí, lo repito, y doy prueba de ello. El problema es que la fobia de no comprar “chateau” me viene persiguiendo desde hace años, desde todos los años de este siglo XXI, qué exageración. El otro día tuve que ceder a la tentación, porque después de buscar un buen Bergerac en Santo Domingo, que es una de denominaciones de origen preferidas, ¡apareció un Chateau! ¡Qué miserable yo!

3.- “Vinos golpeados”: el concepto me lo pasó El Súper. Sucedió que le caímos a una querida cooperante internacional, a veces más perdida en el espacio que el hijo de Lindberg. La cooperante sacó un vino, que al instante se transformó en un vinazo. “¿Y desde cuándo tú tienes ese vino aquí?”, le preguntó mi amigo a mi amiga, con su vocecita de castrati bajo los motores todopoderosos de un inmenso TDK, que trataba de refrescar esa grandísima masa de carne que es mi amigo El Súper. “Bueno, me lo regalaron en enero”. ¡Y era agosto! Lo más evidente no tuvo ni siquiera que ser repetido: el vino había sobrevivido a una canasta de clase media pobre o progre, no sé bien, porque incluía par de productos veganos. Al final nos dimos el vino “golpeado”, lo más rápido posible, que es como se recomienda en esos casos, en que no debes mirar el colmillo del caballo, o del vino, que te acaban de poner en la copa.

4.- Andaba por la “manchega llanura” o alguna zona parecida, en la Castilla profunda. Llegamos a casa de un viejo amigo funcionario español, que muy animoso se había disparado a su cava -o creo que mejor, cuartico de atrás de la casa-. Trajo un vino que más alabanzas no le cabían por parte de mis compañeros de viaje, todos expertos en tapas, aceitunas, encurtidos, y en El Quijote, naturalmente. El funcionario ahora jubilado traía en sus manos un Dominio de Pingus, de Ribera del Duero, como si fuese un pedazo de la cruz del mismísimo Jesús. Luego de bajar unos obligatorios quesos manchegos y comentar lo de siempre, los rigores de la nueva política en España y que si Vox y Sánchez y la oztia, tío, el vino se degustó y consumió, por mi parte sin las pausas suficientes. “¿Dizfrutazte la calidaz del Dominio de Pingus!”, me preguntaron los colegas, ya tomando el tren, de regreso a Madrid, y con un mareíto buenísimo, de esos que te desatan la lengua, el alma, de esos cuando descubres la consistencia de una buena siesta, etc. “Sí, muy bueno”. “Joder, tío, UN DOMINIO DE PINGUS”, y los ojos casi se le incendian al Jefe Indio de esa expedición vinícola. Sentí esas palabras como lavas volcánicas, casi me envían a las horcas caudinas, ¡mi ignorancia! ¡Adiós, dehesa manchega, ya no volveré a enfrentarme a un Dominio de Pingus ni podré alabar sus divinas cualidades a tiempo, pobre de mí!

5.- Los vinos “tres por dos” son un gancho. Pueden significar suerte, la mano divina en tu hombro, o pueden lanzarte a los infiernos del desprecio por tu miseria, por no preferir algún Sauvignon de más de dos mil pesos, o en su defecto, un Malbec con un bouquet refinado. Si te ven por el Bravo, en la zona de “el tres por dos”, cuídate. De tu elección depende tu futuro. A veces te valorarán por el vino que lleves a la fiesta. Eso me lo aseguró mi admirado Monsieur Herrera: por el vino serás reconocido. Si crear era el pase de la nueva generación, según José Martí, llevar un buen vino a una cena es la manera de entrar a los reinos de la nueva aristocracia local. Al menos te lo agradecerán los colegas de El Catador.

6.- Mi primera botella de vino fue un Beaujolais. Lo compré en la vieja Casa Velázquez, donde lo mejor cuesta -o costaba- menos. Eran mediados de los Ochenta, y aunque el Santo Domingo de entonces era un chin más fresco que el de ahora, recuerdo el descorcharlo como una acción para los Bomberos de Santo Domingo: hundiendo el corcho, sin idea alguno de conceptos tales como “dejar que el vino respire”, entre otras delicias. ¡Y vino en vaso, qué horror! Al Beaujolais lo recuperé años después, en París, en mi alojamiento de Montmartre, aprendiendo entonces que había un “Beaujolais noveau”, que es un vino joven, que se toma en el verano, etc. ¿Por qué no relajarse simplemente y dejar que te suba hasta el cerebro? Pero no, pequeño saltamontes: un buen bien vino siempre requiere tantas reflexiones como la de los sofistas o los alumnos de Wittgenstein.

7.- A principio de los Noventa el Supermercado El Nacional tenía una zona de cafetería. Ahí me topaba con Vitico Víctor y Juan Luis Guerra, bajando alguna merienda, pero también al poeta inmenso Mateo Morrison, en su chacabana por dentro. Recuerdo que era mediodía, uno de esos días en que subes de Blandino y dejas algún muerto amigo y antes de ir a tu casa pasas por el Nacional. Ahí estaba el futuro Poeta Nacional, Mateo, quien muy orondo y sudado bajaba un vino ¡con un sancocho! ¡Oh Dios! Y Mateo, con ese espacito entre sus dientes delanteros, siempre alegre, como los ángeles de Borromini en alguna iglesia de la Emilia Romagna.

8.- En mis años chilenos me concentré más en el Carmenere que en la nieve de los Andes. A diferencia de la tiranía de los Sauvignon y los Merlots y lo Sirah, de las avanzadas californianas y sudafricanas para no recordarnos de los excelentes australianos y aún del vino verde portugués, el Carmenere te devuelve a la ligereza, sin necesidad de grandes comilonas o conversaciones que mejor ponerse a bostezar.

9.- Vivir “in vino veritas”. A veces es bueno estar vivo.