“No se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho”, Aristóteles
- El día de hoy
Hegel solía decirle a sus alumnos que su oración matutina consistía en leer la prensa diaria. No lo emulo al pie de la letra, pero hay amaneceres en los que, leyendo los diarios nacionales y ojeando las enredadas redes sociales, revivo a Platón. Una de esas ocasiones fue el pasado 15 de noviembre del año que está por finalizar.
En efecto, con el canto mecanizado de los gallos abrí los ojos. Las noticias de la República Dominicana me sorprendieron, como si a mis años eso pudiera seguir siendo posible. Las huelgas de maestros cuestan al Estado 760 millones de pesos diarios, según Educa. Y, como quien no quiere las cosas, el Ministerio de Educación desvincula más de 600 docentes por faltas graves, por ejemplo, cobrar sin trabajar, violencia, acoso sexual, narcotráfico, falsificación de documentos y abandono de cargo. Pero todavía faltaba la aparición de Giovanni Pico della Mirandola: la Asociación Dominicana de Profesores, ADP, acababa de juramentar en Higüey a su presidente regional acusado, nada más y nada menos, que de plagio.
En ese estado de cosas, -al caer el sol y con cierto dejo aristotélico de admiración luego de consultar diversos diagnósticos y análisis relativos al sistema nacional de educación-, me motivé a escribir esta reflexión -a modo de ‘Nota bene’- a tan infausta oración matinal.
- La caverna de la República
Platón (428 a.C.- 347 a.C.) se valió del mito de la caverna en su obra: la República, escrita hacia el año 380 a.C., con la intención de ilustrar al filósofo como guía de la educación y, así, promover la liberación de los ciudadanos de toda atadura y sujeción. Para ello se vale del supuesto diálogo entre su maestro Sócrates y su hermano Glaucón. El punto de partida del diálogo socrático es la imaginación.
“Imagínate nuestra naturaleza, por lo que se refiere a la ciencia, y a la ignorancia, mediante la siguiente escena. Imagina unos hombres en una habitación subterránea en forma de caverna con una gran abertura del lado de la luz. Se encuentran en ella desde su niñez, sujetos por cadenas que les inmovilizan las piernas y el cuello, de tal manera que no pueden ni cambiar de sitio ni volver la cabeza, y no ven más que lo que está delante de ellos.”
Imagine usted, imaginario lector, que esos prisioneros ni siquiera sabían que la realidad no se proyecta -a menos que sea bajo la forma de sombras- en el fondo de dicha caverna; y, por consiguiente, imposible que la realidad de todo lo que existe sea cernida y explicada, lejos del velo de la ignorancia, por medio de alguna modalidad más objetiva que la mera opinión relativa a lo que percibimos.
Pero la mayor adversidad de los prisioneros en la República de esos cavernícolas consiste en que ellos mismos no saben qué son. Prisioneros porque, encadenados, ven sombras y no pueden siquiera hablar entre ellos. Prisioneros, privados de libertad y de libre arbitrio, pues a duras penas vegetaban despojados, tanto de la luz de la razón (la única que les permitiría ver lo qué y quién es, sin la antojadiza deformación de las sombras, antes de reconocer algo real de conformidad con su respectiva idea), como al menos de una voz crítica (que los alerte de su estado de oscurantismo y ponga en las ascuas de la duda la verdad de lo percibido).
Ahora bien, donde hay prisioneros, hay carceleros. Solo que, hasta aquí, en la oquedad platónica, nada que decir a propósito de tantos despiadados e insensibles seres humanos que encadenan niños y adultos por igual, motivo por el que ni siquiera merecen ser mentados en el pretendido intercambio -lo repito- socrático. Mentarlos y calificarlos en justicia, como se debe, por ahora queda, por sindicalizados que estén en sus respectivas cuevas y facultades, al buen arbitrio de la imaginación.
III. Razones de tanta falta de claridad
A la hora de buscar el semillero de motivos que transfiguran, la alegoría de la caverna en la realidad nacional dominicana, debe comenzarse por los más elementales y, paulatinamente, imbricar la pesquisa. Diríase, primero, que en la República Dominicana factores claves, tales como currículo desajustado a todos los niveles de la formación, evaluaciones de los actores mal enfocadas y asimiladas de mala gana y, el caballo de Troya de todo, la carga laboral y el desempeño aún peor del docente, en función del aprendizaje formal e intencionalmente propuesto.
A eso se le adiciona una variable menos puntual. Se trata de un ambiente sociocultural en el que el aprendizaje y el conocimiento ocupan poco espacio y menos peso porque carecen de aprecio y valor de parte los integrantes de la población. Justo por eso, encadenados culturalmente y, en medio del desconocimiento de nuestra propia civilidad y libre arbitrio, lo más notable bien pudiera ser lo que estos mismos días Giovanni Carrada calificaba como “el mito de la lectura” o José Luis Taveras titulaba con sobrada elegancia “la lenta muerte de las letras”, debido a la quiebra de la lectura en la era digital, la universal y la dominicana, en particular.
Cierto, lo más elemental es dicho mundo de las letras, sin por ello obnubilar el de los números. Solo que, en un mundo sensorial y de fugaz utilidad de las cosas, nada de disciplinarse uno a sí mismo para exprimir la materia gris, puesto que todo está a la distancia de un clic en la tecla del internet. Incluso, en y más allá de todo nexo, está la inteligencia artificial (IA) que hoy día comienza a avalar todo lo que acumula en la memoria, procesa, ordena y, ahora, para colmo de cosas, genera, gracias a algoritmos e interconexiones que el profano -mas no solo este-, no domina ni entiende. De facto, no les interesa entender ni programar dicha artificialidad, solo consumirla y utilizar la data e información de la cual todos ellos pasan gradual y paulatinamente a depender. La acatan, la acatamos, como cavernícolas encadenados y atentos a los resplandores iluminados por efecto de cierta fogata en medio de la más profunda cavidad entre las rocas de nuestra conciencia.
Con razón, en ese contexto digital, el diálogo ficticio de la caverna se torna aún más enervante, si tuviera lugar en el presente. Tanto más tétrico, lo admito, cuanto sea reconocido que la complejidad de los procesos propios a la realidad de las cosas de este mundo permanecen en tinieblas, tenidos de la mano de la verdad y de eso que llaman hoy día la posverdad. Después de todo, en la vida cotidiana, no aparece, ni por equivocación, la convergencia metódica y objetivamente verificada del comportamiento de cada cosa y del todo como todo, con sus respectivas ideas, conceptos y teorías. Tampoco son objeto de la intuición y la comprensión por simples trazos en una añeja pizarra -de las de tiza y borrador- o, por habilidosos recursos en pantallas interactivas para la educación, por más alimentadas que estén de alguna fuente inaudita e incomprensible de IA.
El aprendizaje, en tanto que joya de la corona de la inteligencia-no-artificial-del-ser-humano, desborda unas facilidades instrumentales que, aunque necesarias, son insuficientes para ir más allá del mero acto de memoria y repetición.
Por consiguiente, si abordáramos -cosa esta que no realizamos aquí- algún análisis más técnico y pormenorizado, -como cuando uno habla de una u otra de las patas del ciempiés, pero sin por ello dejar de concebir ni mentar a ese Miriópodo como tal-, se constataría que la oscuridad observada en lo profundo de nuestra mente no proviene, en principio, de no saber leer, sumar o dialogar, sino de algo más sencillo de remediar. Sí, algo mucho más fundamental.
- El sistema de educación nacional en la caverna
Si el sistema de educación dominicano -desde el escolar al superior o universitario- permanece en lo profundo de la caverna platónica, se debe a que se ofusca reiterando el mismo error: confundir la disponibilidad y manejo de los recursos indispensables para la educación (léase bien: las sombras) con su causa o razón de ser final (el aprendizaje personal). Puedo ser billonario en recursos para la enseñanza y no saber ni lo que soy, hago o tengo.
Expresado con otros términos, el enredo o falacia consiste en trastocar y terminar sustituyendo el acto de enseñanza-aprendizaje por la presencia de un sinfín de medios útiles empleados para enseñar, como si estos fueran los que enseñan, los que aprenden o los que constatan las relaciones y los procesos de lo que realmente percibimos.
En la práctica pedagógica, tanto como en la de la administración de la enseñanza, la única justificación válida para salir de las omnipresentes sombras del desconocimiento es que el niño y/o el adulto aprendan. En ausencia de ese aprendizaje, no queda otra alternativa que la manipulación y evasiva profesoral, al igual que el disimulo y aburrimiento estudiantil.
Lo escrito, escrito está en una interminable bibliografía de evaluaciones nacionales e internacionales, sin pasar por alto su reflejo y representación en el mundo de las ciencias, de la tecnología, al igual que en el ámbito de la fuga de talentos y recursos, o en el del mercado laboral. Si “por sus frutos los conoceréis” (Luc. 6: 43-44), es decir, si al final de todo no se enseña y por ende no se aprende, se malogra el propósito de todo el andamiaje institucional de la educación. En esa instancia fallida, las inversiones de recursos -independientemente de su índole y monto- seguirán ocultas en gastos de varilla y cemento, además de arrumbadas por ahí detrás de utensilios inútiles, en definitiva, para materializar la única finalidad que justifica que fueran adjudicadas. Confundir los medios adquiridos y empleados -por indispensables y necesarios que sean- con el único fin verdadero de la enseñanza-aprendizaje, reproduce en nuestra realidad nacional la percepción renovada de tantas sombras ante un sinnúmero de seres encadenados a la desnudez e inopia de su inocencia natural.
Mientras no se suprima y supere esa calamidad, seguiremos enfrascados en la eventual conveniencia de fusionar los dos ministerios de educación con que cuenta el sistema en el presente, además de infinidad de ‘esencialidades’ pendientes en la indefinición. Recetaremos, también, cuanta metodología, estrategia, técnica, material didáctico, sin soslayar un sinfín de ejemplos, consejos u opiniones que parecen ser indispensables para obtener mejores resultados, de acuerdo con los parámetros nacionales e internacionales disponibles. No obstante todo lo cual, recorriendo esos atajos, continuaremos sin remediar las tantas deficiencias que desdicen y hasta frustran, cualquier buena voluntad que las enfrente.
En resumidas cuentas, la finalidad última de la formación escolar, al igual la de la técnica y la académica, es aprender. Fuera de la susodicha caverna, solo se aprende cuando alguien (1º) sabe (2º) enseñar, (3º) realizar algo, en función de lo que aprendió y, por fin, (3º) generar nuevos conocimientos. Sin ese hipotético ‘alguien’, en singular y en plural, cualquier tipo de ayuda, por indispensable que sea, encalla el recorrido.
Ahora bien, siempre a la luz del sol de las ideas platónicas, en el acto de enseñanza-aprendizaje, uno aprende, comprendiendo y apropiándose lo estudiado de la forma más fidedigna o metódica, verificable y replicable posible. Justo por eso, la atención se vuelca primordialmente, más que en los medios auxiliares del aprendizaje, en este. En la dimensión tutorial del acto de enseñanza y, por ende, en la inducción personalizada del aprendizaje que cada sujeto ha de asumir e incorporar, en sí mismo.
Lo demás, son extravíos; de esos que confinan a los escolares posteriormente a un mercado laboral salarialmente deprimido; o, desaciertos, de los que finiquitan sojuzgando a toda una entidad de estudios superiores a la existencia de claustros de docentes por asignatura, ajenos al quehacer científico y al apego a una tradición de pensamiento, en desarrollo y bien valorada.
- La nota bene de rigor
Termino este escrito con una observación final acerca de un día definitivamente superado. Se trata de algo así como lo que Agustín, el de Hipona, denominaba una “apología pro vita mea”. Eso así, pues no todo es oscuridad y mala interpretación de lo percibido, en esa gruta en la que yace sumergido el sistema de educación dominicano. Tal y como escribe con lucidez y no poca intrepidez Víctor Gómez Valenzuela, “nuestro sistema de educación superior ha dado pasos de avance”, a pesar de que “aún no supera las limitaciones de un modelo docentista que ha dado frutos positivos y que continuará dándolos pero que al ser de baja intensidad investigadora es insuficiente para el nivel de doctorado”.
En realidad, gracias a tanto esmero y vocación pedagógica -presente, aun cuando sea de forma aislada, en el sistema dominicano por doquier- adalides y visionarios como Radhamés Mejía pueden esbozar el camino adecuado para “reevaluar el papel de la educación superior” “en la consolidación nacional dominicana”; a lo cual habría que añadir por añadidura, como tarea pendiente, la articulación del subsistema de pesquisas científicas y tecnológicas con el aparato productivo nacional.
Así, pues, cavilando aún al final de la noche del 15 de noviembre en que escribo, precisamente antes de que el búho de Minerva descienda de su vuelo nocturno, espero los primeros rayos del alba consciente, como Soazig Le Nevé, de que “entre las causas perdidas” no está la educación dominicana. No lo está, a nivel superior, siempre y cuando revaluemos con claridad “la cuestión de la profesionalización en la educación” y “el fracaso de los estudiantes de pregrado”. Tampoco lo estará, si no dejamos para después la cuestión de aquellos carceleros imaginarios que mantienen injustamente -a niños y adultos de todas las edades- atados y aislados, en la mazmorra de la ignorancia, ubicada al mero final de la consabida caverna de la República -no Dominicana, sino-platónica.