Durante aquella luminosa y cálida noche de invierno en Canadá, de la cual hablé hace unos días, me enfrasqué tanto en la lectura que los cien años de soledad de García Márquez se me agotaron en unas cuantas horas y me quedé con hambre, con el apetito de la curiosidad abierto de par en par. Al pasar el tiempo me fui enterando de muchas otras cosas que suceden en Macondo. La mayoría de los escritos de García Márquez se desarrollan en Macondo o son macondianos, aunque no se mencione el nombre. En Macondo sucedían o suceden y seguirán sucediendo todas las cosas que escribió García Márquez hasta el fin de los tiempos, como todavía sucede en la Odisea y sucede en el Quijote y sobre todo en Comala.

Digo Comala y Macondo porque son ciudades emblemáticas, aunque situadas en dimensiones opuestas. En Comala —el México de Juan Rulfo—, todos los habitantes están muertos. Se vive una tristeza que cala los huesos. En Macondo —la Colombia de García Márquez—, todos los habitantes están locos.

Las cosas que allí suceden no tienen nombre. En uno de los cuentos que el autor cuenta con esa magia que parece sobrenatural alguien sueña que va a pasar algo y comienza a decir que aquí va a pasar algo y al final, de tanto decirlo, pasa algo. La gente abandona el pueblo por miedo a lo que puede pasar.

Una vez pusieron un cine y lo destrozaron unos días después porque el artista que representaba un papel y moría apareció vivo la semana siguiente en otra película y la gente no toleró la burla y rompió todas las sillas. Igual pudieron haberle pegado fuego al cine:

«Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por no volver a ir al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas, para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios».

García Márquez era tan ocurrente que envidiaba a su abuela porque a él lo obligaban cada bendita noche a cepillarse los dientes y tenía que dormir con ellos puestos mientras la abuela ponía cómodamente los suyos en un vaso de agua y al otro día se los volvía poner.

Antes de «Cien años de soledad» había escrito un cuento que es toda una radiografía de la vida de un apartado pueblo de Colombia, un pueblo que no puede ser otro que Macondo, o por lo menos otro Macondo. Lo absurdo del título es de por sí macondiano: «En este pueblo no hay ladrones».

¿A quién se le ocurre pensar que pueda haber un pueblo sin ladrones? Aquí entre nosotros, donde los ladrones asoman por dondequiera la cabeza, sería punto menos que imposible.

Sin embargo, lo cierto es que en el dichoso pueblo de marras no había ladrones hasta que el joven Dámaso se mete en el salón de billar y como no encuentra dinero ni otra cosa de valor se roba tres bolas, dos blancas y una roja.

Su mujer, encinta de varios meses, lo espera levantada con el corazón en la boca. Había hecho todo lo posible para que Dámaso desistiera de su empeño, pero al llegar lo recrimina por la exigüidad del botín. Dámaso dice que apenas había unos centavos en la caja registradora, le cuenta una historia que los vecinos desmienten al día siguiente. Había dinero en abundancia —dirá la gente—, y otras cosas valiosas. El ladrón, decía la gente, había arrasado con todo, incluyendo la pesada mesa de billar. Lo decía «con tanta convicción que Dámaso no pudo creer que no fuera cierto».

«El sol calentó tarde. Cuando Dámaso despertó, hacía rato que su mujer estaba levantada. Metió la cabeza en el chorro del patio y la tuvo allí varios minutos, hasta que acabó de despertar. El cuarto formaba parte de una galería de habitaciones iguales e independientes, con un patio común atravesado por alambres de secar ropa. Contra la pared posterior, separados del patio por un tabique de lata, Ana había instalado un anafe para cocinar y calentar las planchas, y una mesita para comer y planchar. Cuando vio acercarse a su marido puso a un lado la ropa planchada y quitó las planchas de hierro del anafe para calentar el café. Era mayor que él, de piel muy pálida, y sus movimientos tenían esa suave eficacia de la gente acostumbrada a la realidad.

»Desde la niebla de su dolor de cabeza, Dámaso comprendió que su mujer quería decirle algo con la mirada. Hasta entonces no había puesto atención a las voces del patio.

»—No han hablado de otra cosa en toda la mañana —murmuró Ana, sirviéndose el café—. Los hombres se fueron para allá desde hace rato.

»Dámaso comprobó que los hombres y los niños habían desaparecido del patio. Mientras tomaba el café, siguió en silencio la conversación de las mujeres que colgaban la ropa al sol. Al final encendió un cigarrillo y salió de la cocina.

»—Teresa —llamó.

»Una muchacha con la ropa mojada, adherida al cuerpo, respondió al llamado.

»—Ten cuidado —dijo Ana. La muchacha se acercó.

»—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Dámaso.

»—Que se metieron en el salón de billar y cargaron con todo —dijo la muchacha.

»Parecía minuciosamente informada. Explicó cómo desmantelaron el establecimiento, pieza por pieza, hasta llevarse la mesa de billar. Hablaba con tanta convicción que Dámaso no pudo creer que no fuera cierto.

»—Mierda —dijo, de regreso a la cocina.

»Ana se puso a cantar entre dientes. Dámaso recostó un asiento contra la pared del patio, procurando reprimir la ansiedad. Tres meses antes, cuando cumplió 20 años, el bigote lineal, cultivado no sólo con un secreto espíritu de sacrificio sino también con cierta ternura, puso un toque de madurez en su rostro petrificado por la viruela. Desde entonces se sintió adulto. Pero aquella mañana, con los recuerdos de la noche anterior flotando en la ciénaga de su dolor de cabeza, no encontraba por dónde empezar a vivir».

Si por casualidad se hubiera metido a robar en la iglesia y se hubiera llevado la estatua de la virgen y violado al cura y al monaguillo las consecuencias no hubiesen sido tan desastrosas ni para el pueblo ni para Dámaso