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Flor de la caña por Carlos Ml. Citalaìn Marroquiìn

En todo el siglo XXI, en la mayoría de las investigaciones científicas, los libros de divulgación y hasta las piezas de opinión, el azúcar se ha ido definiendo como un alimento pernicioso. Inclusive el expresar que se trata de un “alimento” puede ser refutado. Se le atribuye ser prácticamente innecesaria, tener gran poder de adicción y estar a la raíz de problemas cardíacos, cerebrales, de sobrepeso y hasta oculares.  Todas estas son objeciones médicas.

Pero muchos años antes, en 1938, el dominicano Ramón Marrero Aristy publicó “Over”, una novela que describía los males del azúcar para los seres humanos no ya en su etapa final, como producto acabado, sino en todo su proceso de fabricación. Presentado desde la perspectiva que parece había sido la suya durante sus años mozos, la de un encargado de las ventas al detalle para los jornaleros, todos los empleados del ingenio eran víctimas o perpetradores de un sistema que solo parecía resultar en carencias, frustraciones, abuso y opresión.  Muchos años después de haber leído ese libro, conocí a la hija de un hombre que había ocupado una posición similar a la de Marrero y, aunque consciente de que esa había sido una etapa a superar, ella no parecía albergar tantas secuelas negativas de la experiencia.

Pero, mitigados o no, los resultados del sistema de intensivo de plantación e ingenio, que se aplicó en todo el Caribe sobre todo durante los siglos XVIII y XIX, parece haber sido realmente negativo en términos sociológicos y ecológicos.  Sobre este tema se han filmado documentales, hecho reportajes periodísticos y escrito novelas en español, inglés y francés. Desde mi perspectiva, la demostración más fehaciente de lo dañino del sistema de producción azucarera intensiva viene por el ejemplo de Haití, cuyos excesos todavía se están pagando hoy.  Aunque monetaria y agrícolamente hubo un esplendor impresionante durante poco menos de cien años, los doscientos años posteriores a su significativa reducción no han podido borrar ese lastre. Una vez contraído el tamaño y la extensión de la industria azucarera en Haití, las críticas se trasladaron primero a República Dominicana, donde, efectivamente, se contrataban trabajadores temporales para la creciente industria azucarera (“la danza de los millones” de San Pedro de Macorís), principalmente provenientes de Haití (también de Puerto Rico y Jamaica), lo que dio pie a un sistema de contabilización y regularización deficiente de la presencia extranjera al contemplar la estadía de los trabajadores como si obedeciera a momentos de contratación y despido atendiendo a los períodos de la zafra.

Las condiciones de producción azucarera dominicana de los siglos XIX y XX eran ciertamente menos horrendas que las del Saint-Domingue del siglo XVIII que en esos años “consumió” aproximadamente la mitad de las personas desplazadas por la esclavitud en todas las colonias francesas repartidas en todo el globo terráqueo, incluyendo otras plantaciones en el Caribe.  Aun así, como se ha visto en abundantes pruebas, eran condiciones realmente lamentables y hay que reconocer que parte de la mejoría se produjo por una disminución de los niveles de producción. Ha sido en parte la diversificación del sistema productivo lo que ha hecho que la situación en los bateyes sea menos onerosa.

Es  como si el organismo socioecológico, al llevar una “dieta” menos concentrada en azúcares, fuera restableciendo su salud. Se podría decir que, al igual que cuando una persona se da un empacho de dulces y postres, la isla de la Hispaniola ha quedado empalagada, mal nutrida, violenta y agitada por un producto que tanto en lo social como en lo individual no cesa de arrojar evidencias de su ineficiencia.