Amanecí, hoy día 20 de enero, con una agenda super llena, como acostumbran los días capitaleños. Muy temprano, me preparé mental y tecnológicamente… antes decíamos psicológicamente. Con la afrenta estresante que nos propone la calle de nuestros días, podemos decir que, en poco tiempo, necesitaremos de un siquiatra de cabecera para sobrellevar la vida.

Salí en mi auto como siempre contra el tiempo, con la cabeza repleta de pensamientos, noticias, historias, mercancías, propuestas, dietas, pagos por realizar y destinos bancarios, etc.…una locura; sin embargo, todo estaba controlado, según yo.

Ya en la vía, y tomando precaución extrema, además, a propósito de todo lo anterior, agrego la presión de cuidar todos los frentes y la conciencia de tener mucha suerte si en este día, yo, no soy una triste estadística más de muerte por accidente de tránsito… es un alta la probabilidad de tener cualquier percance en el terror de las imposibles calles y avenidas de nuestro ya abandonado país.

Pasados unos minutos, me percaté de que mi tercera mano, o sea mi teléfono celular, ohhh lo había dejado en casa. En un momento aconteció que esta desgracia nubló mi ser, ¡qué tragedia!, se quedó una parte de mi vida, mi cerebro y mi piel, ¡qué olvido terrible!, fracasó mi salida tan sacrificada.

Bien, pude sobreponerme, pero, en fracciones de segundos pensé, no podré ver el Facebook, ni el Instagram, ok; pero, también, no llamaré a mi esposo ni a mi hija, mis amigos quedarán abandonados por unas cuantas horas, tendrán que esperar, sí, también mis ojos tendrán resaca por el vicio de las pantallas iluminadas y manipuladas ¡Qué preocupación! No obstante, en mi reflexión rápida me arriesgo, y me digo: creo que sería bueno que descansen por un rato de mí y yo de ellos, dejar que un poco de nostalgia se apodere de mi deseo de clip.

Por un momento reflexioné… ¿me devuelvo, o sigo sin el equipo? Realmente, estaba muy avanzada en mi trayecto y decidí seguir sin él, y aquí comienzo a narrarles mi día de eternidad.

Por supuesto, nadie me llamó, no estuve pendiente a esa estúpida caja marginal envenenada. No necesité localizador, ni la ruta GPS impertinentemente dirigida. Me sabía todas mis direcciones, como siempre. Tampoco necesité llamar a nadie, porque ya supe de todos temprano o, más bien, de mis principales relacionados.

Pude darme cuenta, ya en medio del tráfico fatal, que nadie soluciona ni le interesa… de lo brillante del día, lo hermoso de nuestro malecón y su mar, y filosofar de cada una de las absurdidades cotidianas a las que nos enfrentamos los dominicanos en las calles, que bien nos hace reflexionar de nuestro acontecer, estar conscientes de nuestra idiosincrasia. Estar en presente, sin conexión, no tomar el teléfono en los semáforos, siempre atentos a lo que sucede, observar a las personas; recibir mis pensamientos, recrear cualquier fórmula creativa, inspiración, idea y planes, todo aflora cuando no tenemos distractores imperantes, es una gran experiencia.

Las horas pasaron en concentración, en presente, en primera persona, sin virtualidad fatua. Las paradas en los espacios donde me detuve, los pude enfrentar con paciencia y acompañada también de un buen libro, que no hace ruido, ni vende cháchara, ni prostituye el alma. Antes al contrario, crea una adicción limpia y pacífica, fortifica nuestro intelecto e ilumina la creatividad.

Celebré el hecho de que hoy no tuve teléfono en mi vida, y ¡cuánto disfruté mi independencia cibernética! Me acordé de mis años de juventud, cuando no disponíamos de estos artefactos maníacos y la vida acontecía normalmente, y también nos enterábamos de todo, lo bueno y de lo malo. Me percaté de que el teléfono es un vicio de magnitud global en estos momentos, un mal al que debemos hacer frente, igual a cualquier otro.

La presencia soslayada del equipo celular estuvo allí. Me tocaba las espaldas como diciendo… “¿te hago falta, eh…?” Pero mi entereza fue superior. No necesité tener ese faraón manipulador las 24 horas del día. Toda mi agenda transcurrió de manera serena y en control, algo muy importante, digno de tener en cuenta hoy.

Es urgente hacer un alto, reflexionar. Tomar conciencia de que estamos en el umbral de un mundo enfermo, manipulado y viciado con propósitos globales espúreos. No hay presencialidad. La vida se lleva de manera virtual a través de las pantallas que por doquier nos ofrecen. La antigua y famosa cueva de Platón ha sido reivindicada por las realidades virtuales hoy.

Las generaciones actuales se pierden de un atardecer, un camino, un paisaje, un rostro, una sonrisa, un juego, un beso, una mirada, una tradición. No saben, ni conocen el sonido de la ciudad o, simplemente, de una conversación real. Ya no hablamos con voz gutural, preferimos comunicarnos con el lenguaje de los pulgares. Nadie se quiere oír, solo seudo escribir. El amplio orbe de la comunicación se ha reducido a solo mensajes coloquiales sin trascendencia, transformando hasta los idiomas. Estamos aislados y alienados.

Así de miserable corre la vida de la pobre humanidad. Mientras, así, distraídos, pasamos por alto que nos arrebatan nuestros territorios, riquezas y almas, secuestradas nuestras mentes y estupidizados con todos estos juegos fantásticos.

Claro que llegué a casa. Aquí me esperaba mi artefacto preñado de mensajes. Me di cuenta de que ninguno era importante. Moraleja… mi cabeza se fue a pasear tranquila hoy, con mis quehaceres cotidianos, y fui persona. Hice conciencia una vez más de que nuestro mundo moderno es como la novela “Un mundo feliz” de Aldous Huxley.