Cuando llegué a Yamasá en 1958 a los 24 años y sin saber español, me enfrenté a la tarea de dar dos clases al día a los cinco días de mi llegada: cuarto grado por la mañana, tercer grado por la tarde. Pasé mis primeras semanas enseñando aritmética, porque estaba perfectamente segura de que sumar, restar, multiplicar y dividir daría el mismo resultado en cualquier idioma.
Las tardes las pasaba estudiando a la luz de una lámpara de queroseno para prepararme para enfrentar a los niños al día siguiente. Poco a poco fui aprendiendo las palabras, primero la pronunciación y luego el significado. Mis mejores maestros fueron mis alumnos. Nunca olvidaré lo segura que me sentí entre ellos. Esperaba que hubiera estallidos de risa cuando pronunciaba mal una palabra, pero no sucedió.
Me miraban mientras hablaba, esperando un error que inmediatamente corregían en voz baja. Repetía la palabra y seguíamos hacia adelante. Ya para la Navidad había muchas estrellas en aritmética, y pudimos pasar a temas más interesantes, e incluso a algunas deliciosas canciones en español que todavía cantan algunos de esos alumnos de antaño.
En 1962 me asignaron para comenzar una muy necesaria escuela secundaria en Yamasá. Durante años la escuela primaria Fray Pedro de Córdoba había estado graduando estudiantes de octavo grado cuya educación se terminaba si no tenían un familiar o amigo o economía suficiente para mantenerlos en la capital, donde pudieran asistir a la escuela secundaria. Estaba claro que Yamasá necesitaba urgentemente una escuela secundaria.
Ese verano visité los hogares donde sabía que había graduados de octavo grado holgazaneando y anhelando estudiar. Para el mes de septiembre, ya se habían registrado unos veinte.
Dio la casualidad de que todavía me necesitaban para al menos una sesión de clases diaria en el Colegio Fray Pedro. Así que me encontré enseñando sexto grado por la mañana y primer año de secundaria por la tarde, ¡todas las materias! Fue un año para recordar.
Cuando los estudiantes originales llegaron al tercer año, había contratado a tres de los mejores profesores del país. Eran docentes brillantes e interesantes, entregados a su vocación, entregados a los ideales de nuestro Liceo San Martín de Porres y respetados y admirados, tanto por alumnos como por la directora. Fuimos verdaderamente bendecidos de que esos tres hombres encontraran su camino, uno a la vez, hacia este pequeño intento educativo desorganizado y mal equipado en este lejano pueblo de Yamasá.
Aunque la mayoría de los estudiantes eran de Yamasá y campos aledaños, había algunos de otras zonas del país. Esto hizo de todo el alumnado una mezcla mágica que sirvió para ampliar nuestros horizontes intelectuales, geográficos y humanos.
Del Batey Cojobal, de Sabana Grande de Boya, venía una familia de una niña y cuatro niños, cuyo padre era supervisor de cañaverales. Del Ingenio Consuelo, cuatro jóvenes amigos varones, y de Tenares, una jovencita tímida cuya numerosa familia se instaló en su nueva vida en una pequeña casa a unos dos kilómetros de la escuela secundaria. Su nombre era Odette. En poco tiempo se hizo evidente para todos que Odette era excepcionalmente inteligente y que estudiar era su pasatiempo favorito. Estaba callada durante el recreo y antes de la clase, prefiriendo observar y escuchar en lugar de participar en las bromas adolescentes, a veces estridentes, a menudo hilarantes, que marcaban el tono feliz del día.
Por alguna razón, cuando estos estudiantes originales llegaron al tercer año, no había nadie para enseñar "Geometría Sólida" (la geometría de los espacios tridimensionales). Cada uno de los tres profesores varones tenía un horario completo. La única solución era que yo la enseñara. Mi propia escuela secundaria en Ottawa, Canadá, era una pequeña escuela de niñas, dirigida por monjas.
En ese momento, el gobierno aún no había decidido financiar las escuelas secundarias católicas, por lo que los estudiantes pagaban una pequeña cuota mensual. Las materias principales eran las humanidades: inglés, francés y latín -composición y literatura de cada uno. Los diferentes cursos de matemáticas se impartían año a año por turnos. Yo no tenía el interés, la iniciativa o la previsión de mi amiga Marilyn, que quería tanto un curso adicional de matemáticas que llegaba a la escuela temprano en la mañana y la hermana St. Emma le daba lecciones privadas antes de que comenzaran las clases.
Cuando yo era una monja joven, recuerdo bromear con una hermana mayor a la que le encantaban las matemáticas, diciéndole que pensaba que las matemáticas se podían sacar de la escuela y poner poesía y música en su lugar. Ella me creía a medias, y pensaba que yo era un tipo especial de hereje. Así que aquí estaba unos años más tarde siendo castigada por mi trato cruel de este tema tan serio. Me sumergí en la materia convencida de que podría lograr conducir a los estudiantes durante el semestre sin mayores problemas. Estaba equivocada. Desde el principio, la geometría sólida fue una materia demasiado profunda para mi pobre cerebro. Con mi falta de conocimientos matemáticos y con solo el vocabulario más básico en español, pasé las tardes dando tumbos, incapaz de resolver los problemas que había asignado a los estudiantes. Empecé los primeros días con pánico, antes de decidir enfrentar mi ignorancia y humildemente buscar ayuda.
El nombre de la ayuda era Odette. Odette, aunque era una de las alumnas que vivía lejos de la escuela, era la primera en llegar todas las mañanas. Sin falta, cuando abría las puertas, Odette estaba sentada en los escalones con un cuaderno en su regazo, estudiando. Su uniforme, blusa blanca y jumper azul, siempre tenía una mancha de sudor en la espalda, un homenaje a su caminata de dos kilómetros bajo el sol de la mañana.
La primera vez que le pedí que entrara a la oficina, se levantó de inmediato, y con los ojos bajos recogió sus libros y entró. Cerré la puerta y la invité a apilar sus libros en mi escritorio. Luego tomé el texto de geometría y le pedí que me mostrara cómo resolver la primera pregunta de la tarea asignada. Abrió el libro por la página y abrió su cuaderno al lado. Despacio, en silencio, con claridad, recorrió los pasos uno por uno, con la paciencia de una madre con su hijo confundido. Todavía la escucho decir: “Mire, hermana…” con el dedo moviéndose a través de los pasos, hasta la solución.
Me preguntó en voz alta si había resuelto el segundo problema. Tuve que admitir que no. Para mi disgusto, ni siquiera me preguntó si quería que me lo explicara. Una vez más, recorrió pacientemente los pasos que, línea por línea, se mostraban cuidadosamente en su cuaderno. Hasta el día de hoy, esa imagen de Odette, de pie junto al escritorio de mi oficina, su cabeza rizada inclinada sobre su libro, completamente enfocada en la página que tenía delante, hablando sin sorpresa ni juicio, está grabada en mi corazón.
Cuando salió de mi oficina momentos antes de que sonara la campana que indicaba el izamiento de la bandera y el canto del himno nacional, no tuve la menor duda de que ella no revelaría la laguna en mi educación. Nuestras clases particulares de geometría matutinas se repitieron varias veces durante ese interminable semestre.
Cuando terminamos la geometría sólida, les había confesado mi debilidad a los estudiantes, que ya conocían la habilidad de Odette. Resultó que yo era su primera alumna, pero no la única. Hubo momentos en que algunos de los estudiantes varones y Odette pasaban el recreo resolviendo problemas de geometría en la pizarra. A menudo, la voz suave de Odette se podía escuchar explicando a una audiencia respetuosa. Nunca contradijo ni pareció autoritaria. Compartió su conocimiento con generosidad, humildad, y gentilmente aceptó el de ellos.
Un año más tarde llegó el momento de la graduación de estos pioneros, y todos esperábamos con ansias ese día tan esperado. Cuando llegó, Odette, la única chica de la primera graduación, no aparecía. Pasaron cincuenta años antes de que supiera por qué. A lo largo de los años pensé en ella con mucha frecuencia, y cuando me reunía con sus compañeros de la escuela, siempre preguntaba: "¿Alguien sabe algo sobre Odette?"
Un verano, cuando nos reunimos para recordar esos "buenos viejos tiempos", ella y su esposo se unieron al grupo. Eran tímidos y se mantenían al margen de las conversaciones, y yo también me quedé sin palabras para hablar con ellos.
En noviembre de 2019 todos celebramos el lanzamiento de mis memorias "Desafío y Esperanza", memorias de mi vida en República Dominicana. Mis dedicados alumnos de antaño habían preparado un evento para honrar la publicación en un auditorio en Santo Domingo. Estaba un poco perdida en el ambiente de la capital. Toda mi vida dominicana la había vivido en el campo, y ahí era donde me sentía como en casa.
Mientras esperaba nerviosamente a que comenzara la actividad de esa noche, varios de estos amados estudiantes se acercaron uno tras otro, y con alegría anunciaron: “Hermana, Odette está aquí”. Sabían, porque me conocían, lo feliz que me haría la noticia. Ella había estado sentada muy cerca del frente, observándome. Me había puesto de pie y estaba escaneando a la audiencia, buscándola. Pero, ¿cómo podría reconocer a una mujer madura de más de sesenta años, cuando la visión en mi mente era de una muchacha de quince, con su uniforme escolar y su cabello rizado?
Se paró frente a mí, y me dijo: “Sor Juana, soy Odette”. Cuando extendí la mano para abrazarla, comencé a llorar y luego a reír. Tantos años, tan tiernos recuerdos de la joven tan amable, tan respetuosa, tan generosa, con una sabiduría más allá de sus años.
Le pregunté por su salud y ella por la mía. Entonces dije: “Odette, dime por qué no viniste a tu graduación”. “No tenía zapatos, hermana. Se mojaron la noche anterior y no pude usarlos”. En ese instante me di cuenta del salto técnico que había dado su mundo entre 1967 y 2019.
La noche anterior a la graduación, Odette no habría tenido forma de informarme sobre su situación: sin teléfono, sin telégrafo, sin correo electrónico, sin automóvil. Al mismo tiempo, en 2019 y en la actualidad hay lugares de la cotidianidad dominicana que aún están rezagados en comunicación avanzada: familias que no pueden reemplazar los zapatos arruinados por nuevos, sin importar el maravilloso hito de la vida que se celebre. En tantos hogares hay teléfonos celulares, pero no hay agua corriente.
El cambio llega de manera desigual, y no necesariamente como lo desearíamos. Es dudoso que vuelva a ver a mi profesora de geometría. Estamos envejeciendo, las dos. Su vista está fallando y la mía también. En un hermoso encuentro en 2019 con Eladio, uno de los graduados de 1967, nuestra conversación giró hacia matemáticas y mi deficiencia. Oportunamente, ambos elogiamos a Odette. Eladio terminó nuestra conversación de esta manera: “Hermana, quizás no nos enseñaste matemáticas, pero nos enseñaste amor”. Fue suficiente.