Leer en estos tiempos es un acto revolucionario; es una acción contestaría. Estamos rodeados de bibliotecas virtuales, pero no nos importan. Nuestro tiempo está destinado a saciar las infinitas ganas de consumir naderías. Estamos llenos de imágenes. Respiramos imágenes, supuramos imágenes y vomitamos imágenes. Y mientras más imágenes consumimos, más demandamos, más necesitamos.

Y somos más felices que nunca, dicen los estudios que se ocupan del tema. Las series de Netflix, HBO, Disney y otras plataformas satisfacen nuestras necesidades culturales. En los círculos sociales nadie habla del libro que está leyendo, sino de la serie que está viendo. Somos más felices, pero también mucho más idiotas. La manipulación hace estragos a lo ancho y largo del planeta.

Pero para quienes aman la lectura esta es una práctica sublime. Y también es un mecanismo de defensa en contra de la imbecilidad generalizada que se ha extendido en los últimos años. Y también es una forma de ser y estar en el mundo.

El cerebro es como una sala de una casa. Los libros que leemos son los muebles que van llenado esa sala. Y mientras más muebles metemos en la sala, más se expande esta. La lectura no ocupa ningún espacio de nuestra cabeza, pero la llena de ideas, sensaciones, percepciones, conocimientos y de dudas. Leo, luego pienso.

En mi más reciente viaje a New York me subí al metro y quise constatar el fenómeno que se verifica universalmente: vivimos en la sociedad de los cuellos caídos, desgonzados. Un noventa y ocho por cien de los usuarios del metro iba con el moco hacia abajo, la vista extraviada en el mundo del celular. Subrepticiamente, me acerqué a algunos viajeros y, efectivamente, casi todos veían su Instagram, Facebook o Youtube. Apenas vi a una oriental leyendo en una tableta. Años atrás, el metro estaba lleno de lectores, la gente iba con un libro en la mano. La cabeza gacha sobre el libro. La ficción, el ensayo, la ciencia, trepidaban al ritmo del estruendo de los vagones. Son los signos de estos tiempos.

Pero en New York viví una de esas situaciones que te conmueven: tirada en una acera del Down Town Manhattan había una indigente, no sé si era estadounidense o europea, sentada a la intemperie en la acera con un letrero en el que invitaba a la gente a que la ayudara, mientras ella, impasible, en medio de las bocinas, del ulular de sirenas y el paso apresurado de los transeúntes, leía un libro, ajena al entorno, cruel, que la circundaba. La Homelees leía El Color Púrpura, una novela de Alice Walker, ganadora del premio Putlizer y llevada al cine.

Me imaginé la vida atroz, la feroz soledad de esta mujer sin el auxilio de la lectura. El mundo que bullía a su alrededor no tenía importancia; lo relevante eran las historias que contaba el narrador de la novela. Lo trascendente para aquella mujer era ese mecanismo de fuga en que se había convertido la lectura para ella. A su lado esperaban varios libros, como amantes que esperan el turno para que le hagan el amor.

La lectura siempre ha sido un mecanismo de escape, de salvación, para muchos hombres y mujeres cuyas vidas a veces no tienen algún sentido; y la lectura le da ese sentido a muchas vidas. Porque la lectura cambia vidas, salva vidas, enriquece vidas y ayuda a vivir en medio de las tormentas cotidianas.