Muy buenas noches a todos y muchas gracias por su presencia.  Desearía, en primer lugar, agradecer a Don Federico H. Gratereaux no sólo por acompañarme  en esta noche tan importante para mí sino por su enorme amabilidad siempre tan cercana. Extiendo el mismo agradecimiento al poeta y gran amigo José Mármol por su generosidad al prologar este mi primer libro, Caleidoscopio,  y por lograr ver algún vestigio de valor en mis escritos. Gracias a ti Patricia Mora por tu presencia en esta mesa y por hacerme más sencillo este acto que hoy nos reúne. Una vez dicho esto me gustaría leer un breve texto incluido en la obra que hoy presento y que hace referencia a la importancia de la amistad.

 

En una época, siendo yo un adolescente, fui fanático de la serie de televisión Kung fu. No me perdía un solo capítulo. Recuerdo sobretodo aquel en que el pequeño Saltamontes interrogaba, a su maestro ciego, acerca de la amistad. Le preocupaba saber la razón por la que ciertas personas que se conocían desde hacía muchos años no lograban establecer una profunda amistad, mientras otras que apenas se conocen y con escaso tiempo de relación, por el contrario, logran niveles de autenticidad y afecto que no tienen los primeros.  El maestro respondió a esta cuestión desde su sabiduría milenaria argumentando "que el corazón no registra el tiempo, sino los hechos".

 

Tal vez en este momento tan especial de mi vida yo debería centrarme en hablar de este libro que hoy tengo entre las manos. Un libro que nace fruto de un trabajo llevado a cabo con mucho esfuerzo y poco a poco a lo largo de los años. Sin embargo, me van a permitir ustedes que deje volar a mi retoño por sí mismo, para centrarme hoy en cuestiones más humanas y hacer homenaje a esa amistad profunda y verdadera de la que habla el pequeño relato que les acabo de leer. Quienes me conocen saben que si de una virtud adolezco es del don de la palabra en público. Pero los más cercanos también saben que en la intimidad, en la aproximación de la mesa de un bar suelo crecerme, de ahí deviene quizás mi suerte. Tomando como punto de partida este privilegio intentaré hacer de esta sucinta presentación, algo más bien íntimo, confesional.

 

La literatura es ante todo un dialogo. Un encuentro a dos entre aquel que se permite deslizar su imaginación sobre el texto y el lector que comparte en soledad, un conversatorio con ese individuo que una madrugada o en medio del camino, se detuvo a escribir una bella página o el más breve poema. Así es este oficio. El acto de escribir tiene la intención de comunicar, de ir al centro mismo de las cosas, de cortar como una espada la falsa oscuridad de la palabra, lo equívoco del lenguaje. Y este encuentro que hoy nos convoca, en una suerte de noche mágica, no es más que una excusa para celebrar la amistad de los presentes a través de las palabras, ya sea porque algunos ponen fin con un abrazo a años de distanciamiento o en el mejor de los casos, celebran de nuevo que fue todo un acontecimiento encontrarse por vez primera. No concibo la literatura sino amarrada a este timón del amor que es la amistad. Y ante los ojos de todos ustedes desvelo este sortilegio. Desnudo mi número,  frente a los presentes, sin ningún pudor. Este acto de este modo, más allá de celebrar la llegada al mundo de mi neófito, se convierte en un canto, un elogio encendido a algo que parece ser que va pasando de moda, pero que gracias a personas como Jimmy Sierra adquiere siempre sentido: la amistad.

 

Porque para mí entre Plinio Chahín y José Mármol existen versos no escritos tan hermosos como los que puede haber en Piedra de sol o Poemas Humanos. Es un atrevimiento lo que sostengo, pero el cariño expresado entre mi hermano Cesar Pérez y Jimmy Sierra, es tan sutil y cadencioso como cualquier canción de Édith Piaf o Charles Aznavour. Por igual la complicidad manifiesta de Raúl Bartolomé, René Rodríguez Soriano, Wilfredo Rijo, Abil Peralta Agüero y Juan Freddy Armando. Ésta, en nada tiene que envidiar a los célebres encuentros de Salvador Dalí, Luis Buñuel y André Breton. Son tan amenas y placenteras estas reuniones alrededor de un buen vino y un chivo sazonado por Wilfredo, como lo fueron posiblemente las de aquellos surrealistas.

 

Recuerdo, por otro lado, haber visto, camino hacia Juan Dolio en su pequeño batimovil, a Don Manuel Mora Serrano y a Don Freddy Gastón Arce. No sé qué maravillosa excusa tendrían ambos para ir tan felices como les veía yo en la distancia que no fuera ese tipo de aprecio profundo y firme que se da entre dos personas auténticas como ellos lo fueron siempre.

 

Porque existen códigos secretos entre los amigos, contraseñas que los hermanan y los hacen únicos, voy a revelar dos de esos códigos al calor de la intimidad cómplice que reina aquí esta noche. Uno de ellos, compartido con mi gran amigo Pascual Santos, hace referencia a un momento crucial de mi vida cuando él, en medio de mis tribulaciones, me dijo: ¨David escribe, es tu única tabla de salvación¨ Él no podrá imaginar nunca lo mucho que significó para mí ese empujón justo en el instante preciso y en mitad de ese mar encrespado en que yo me encontraba. Aun hoy no tengo con qué pagarle ese gesto.

 

El otro secreto a compartir tiene un elemento jocoso, pero de un valor humano inconmensurable. Resulta que uno de los tipos de corazón más grande que tiene la literatura de nuestro país, alguien que a todos nos llama viejos y que a su vez, sin saberlo, se va convirtiendo en el abuelo de todos nosotros, ese cuyo nombre  no tengo que mencionar porque ya todos saben de quien hablo, me hizo una propuesta descabellada. Una propuesta que acepté sobre la base de que, en contrapartida, yo le iba a retar en público para que hiciera honor a sus palabras. Ese gran amigo me sugirió que en mis publicaciones debía utilizar mi segundo apellido. Me pidió que dejara de firmar como David Pérez y le agregara el Núñez de mi madre y yo le complací. Y ésta es una de esas cosas que uno solo hace en nombre de la amistad. Ahora bien, el compromiso que él ahora debe honrar es publicar su primer libro ya que, Juan Freddy Armando, tiene material para uno y muchos más. Por lo que le emplazo públicamente a cumplir con lo acordado bajo amenaza de ser demandado por daños y perjuicios.

 

Para terminar no quiero pasar por alto la trilogía que formé junto a Médar Serrata y Mari Mora. Este triunvirato fue básico en nuestra formación. Creó el sedimento, el abono desde el cual la literatura tomó un sentido vital para nosotros. Cuando mi amigo y yo pasábamos por la casa de Don Manuel Mora Serrano, y escuchábamos música clásica, sentados en una de esas cuatros mecedoras situadas en el centro de la sala, nos sentíamos al salir de allí, en medio de nuestra infantil vanidad, escritores.

 

Quiero hacer, justo en este momento, un paréntesis necesario. Existe una persona que, incluso en la distancia, logra hacer de la amistad algo posible, alcanzable. Vive en Logroño, España y aunque lejana, paradójicamente está muy presente esta noche aquí conmigo, ya que sin ella no hubiera sido posible que este libro estuviera hoy en sus manos. Ella es Goyta Rubio, quien trabajó toda la maquetación y los detalles del mismo con la mayor delicadeza de la que un ser humano es capaz, tal como se puede ver desde la cubierta del libro, con esa foto sumamente bella que me cedió mi amigo Juan Basanta, hasta su contenido y las fotos interiores de un gran fotógrafo español como Oscar Paris.

 

Como punto final quiero dedicar mis últimas palabras, justas y necesarias, a mis tres hijos aquí presentes: Jorge Aaron, Pavel Alejandro y Oscar David. Creo que les va a gustar que les diga que siempre soñé con tener una mujer hermosa, culta, sensible e integra y eso fue lo que encontré en Binny Sosa D Meza, su madre. La vida juega al azar de una manera caprichosa y así como une, separa. Pero es bueno decir que yo, que he sido un hombre tan dichoso con el que otros cambiarían su suerte,  no trocaría todas las que en su momento tuve por lo que significó su madre para mí y esto quiero que lo tengan presente. Nada de esto que hoy celebramos tiene el menor valor si no lo vinculamos al aspecto humano, a la sangre que nos late por dentro. Y ustedes tres, mis hijos queridos, fueron el fruto del amor, al igual que el acto de escribir, es bueno que lo sepan, es sobre todo consecuencia de un inmenso amor por la vida.

 

Muchas gracias.