En sentido general, desde la Constitución del 6 de noviembre de 1844 hasta la Constitución del 26 enero de 2020, los sucesivos gobiernos de República Dominicana no han escatimado esfuerzos y recursos en desconocer el poder constituyente soberano del pueblo dominicano mediante la negación real de existencia de naciones étnicas y la afirmación ficticia de una nación política moderna.
Las naciones étnicas se refieren a las comunidades basadas en relaciones familiares, tradiciones culturales y conciencia histórica común y propia -ya sea de origen hispánico, haitiano, cocolo o americano-, en tanto que la nación política da cuenta de la patria o, lo que es igual, la sociedad cívica de supuesta igualdad de derechos ciudadanos, con conciencia de una organización estatal en forma republicana.
En tal sentido, los artículos 1 y 2 de la Constitución de la República Dominicana están mal concebidos y, por consiguiente, mal redactados. El primer artículo porque reza “El pueblo dominicano constituye un Nación organizada en Estado libre e independiente, con el nombre de República Dominicana”, cuando en realidad estamos hablando de una nación constituida por una comunidad o cuerpo permanente de nacionales dominicanos y un pueblo o cuerpo de ciudadanos organizados en Estado libre e independiente, con el nombre de República Dominicana.
Y el segundo artículo porque declara que “La soberanía nacional corresponde al pueblo, de quien emanan todos los poderes del Estado, los cuales se ejercen por representación”, cuando en verdad estamos expresando que la soberanía nacional corresponde exclusivamente a los nacionales y que la soberanía popular le pertenece únicamente al pueblo, cuyos poderes se ejercen por mandatos mediante mandatarios, no por representantes ejecutivos y congresuales.
Según Carré de Malberg, en su importante obra “Contribución a la teoría general del Estado”, el soberano lo concibe como “la nación”, a partir de la Revolución francesa de 1789; vale decir el “cuerpo indivisible y permanente de nacionales… propio de la personalidad y la potencia estatales” o, también, como pueblo, o sea, el “cuerpo de ciudadanos…(que) pone la suprema potencia… derecho primitivo anterior al Estado y a toda Constitución.”
En el fondo, la confusión aludida sobre nacionales y ciudadanos de la nación dominicana no hace más que revelar el doble problema constitucional, con carácter racial, que se ha venido arrastrando desde 1844, referente a la exclusión de la masa de los nacionales en el proceso de construcción de un Estado de ciudadanos y de inclusión de una minoría de ciudadanos en la dinámica de reconstrucción de una comunidad de nacionales.
Esta operación anti-constitucional simultánea de rechazo de la nacionalidad dominicana a innumerables nacionales, con cultura predominantemente haitiana o americana, y de dictadurización del Estado dominicano, basado en el clientelismo político del gobierno central y los partidos políticos, se puede comprobar por la vertebración y difusión de una ideología de orientación racista, por parte de gobernantes y pensadores dominicanos, desde la Independencia Nacional de la República Dominicana de la República de Haití en 1844 hasta la fecha de hoy.
El primer gobierno de Santana logró combinar la aprobación constitucional de separación de la nacionalidad dominicana a todo dominicano de origen haitiano que hubiera nacido en el territorio de República Dominicana y/o, en sentido general, todo nacional carente de propiedad o profesión, de acuerdo a los artículos 3, 7, 48, 52, 150 y 160 de la Constitución de San Cristóbal promulgada el 6 de noviembre de 1844.
En este último año, el territorio dominicano abarcaba los límites fronterizos fijados por el Tratado de Aranjuez del 3 de junio de 1777, incluyendo los poblados dominicanos bajo ocupación haitiana de Hincha, San Rafael, San Miguel de Atalaya y Las Caobas, cuya área rondaba aproximadamente cinco mil kilómetros cuadrados. En estas demarcaciones territoriales habitaban nacionales tanto con predominio de cultura hispánica y criolla como con preponderancia de tradiciones africanas y costumbres haitianas.
En consecuencia, República Dominicana surge como nación política independiente fundada en dos naciones criollas étnicas; es decir, una comunidad domínico-haitiana y una comunidad domínico-hispánica, a pesar de la negación y discriminación de la primera por la segunda, a cargo del grueso de la élite oligárquica y gobernante, y una fracción de la corriente separatista o independentista, incluyendo la trinitaria.
Por ejemplo, en 1845, el dictador Pedro Santana emitió un decreto que promovía la inmigración de personas de color blanco para desarrollar la agricultura, mediante incentivos de concesión de ciudadanía dominicana, tales como entrega gratuita de parcelas y exoneración de algunos impuestos y servicios públicos.
Mientras que, en ese mismo año, el trinitario José M. Serra, en su escrito “Los haitianos”, no guardaba empacho alguno en violar el juramento de la Trinitaria sobre la igualdad de las razas y la libertad nacional, al poner en boca del viejo Don Fidel una opinión adversa de Mr. Motté, sobre los pueblos haitianos, la cual consistía en exigir “Imperiosamente la intervención extranjera, a fin de hacer desaparecer esa horda retrógrada de en medio de los pueblos cultos …”.
Entre 1865 y 1924, los gobiernos intentaros implementar políticas de contención inmediata y reducción relativa de la creciente y mayoritaria de la población negra, mulata y zamba (mezcla de negros y mulatos) en el país, asimilada en gran medida por la cultura africana.
Estas intervenciones estatales consistieron principalmente en el diseño y ejecución de programas de promoción de inmigración de blancos, culturización hispánica envuelta en la retórica indigenista e instrucción escolar de las masas. Sin embargo, estas acciones fracasaron respectivamente por la pujante demanda de fuerza laboral negra extranjera en las plantaciones agrarias, la ausencia de una referencia real de población “india” y la oposición de la iglesia católica a la enseñanza y difusión de las doctrinas e ideas del positivismo y el liberalismo.
Este desprecio de la élite dominante dominicana por la población y cultura negras y/o haitianas se puede constatar también a través de expresiones racistas escritas por varios intelectuales más destacados de República Dominicana, durante la segunda mitad del siglo XIX y los ocho primeros decenios del siglo XX.
En 1875, Félix M. del Monte, en “Cantos dominicanos”, condena los lazos de parentesco entre blancos y negros, al mismo tiempo que recurre a la falsa acusación de que las comunidades haitianas y comunidades dominicanas de ascendencia haitiana practican la antropofagia. La prueba de esta aseveración se encuentra en la formulación de su pregunta: “Quien tiene lazo de unión con esos diablos ceñudos que beben sangre y desnudos en pacto con Belzebú bailan su horrible bodú y comen muchachos crudos?
En el mismo año, la fobia al haitiano y al domínico-haitiano se extiende a toda la nación dominicana. En efecto, el denominado liberal Ulises F. Espaillat señala que, para ciertas personas, el pueblo es “Todo lo peor que pueda haber sobre este planeta” o, lo que es igual, “perezoso”, “revoltoso”, “ambicioso”, “pillo” e “inconsciente”, aunque trata de mediatizar sus expresiones con la declaración de que él no cree que “sea tan perverso” (Cf. Escritos, 1987).
Espaillat siente cierto odio por el pueblo dominicano al mismo tiempo que confiesa su amor por el pueblo europeo, concretamente alemán, el cual supuestamente aportaría por intermedio de la inmigración “la fuerza de iniciativa” necesaria para que el país progrese económicamente y viva en paz.
Es importante destacar que esta apreciación positiva de los alemanes blancos difiere radicalmente de su consideración negativa de los españoles, calificados como “fanáticos carlistas”, los italianos como “perezosos” y los franceses como “rabiosos comunistas” (Ibidem).
Más tarde, en 1887, otro nominado liberal, Pedro F. Bonó, repetía en esencia la misma concepción racista que Espaillat, al sugerirle al general Gregorio Luperón que promoviera el mestizaje de negros y mulatos con blancos, a los fines de constituir una raza que aportara “superioridad de las combinaciones” raciales a la isla de Santo Domingo y, en consecuencia, convirtiera ésta en “núcleo y modelo del engrandecimiento y personalidad…en este hemisferio” (Papeles de P.F. Bonó, 1980).
Asimismo, en dichos años ochenta del siglo XIX, Salomé Ureña y Manuel Galván habían emprendido la tarea de identificar al pueblo dominicano con la cultura española, tomando en cuenta las tradiciones indígenas heredadas de la conquista y la colonización imperial de España.
En el primer caso, Ureña, en su poema “Anacaona” (1880), resaltó la comunidad taína, sin alusión a las comunidades dominicanas negras y/o haitianas, en tanto que el segundo, Galván, en su novela “Enriquillo” (1882), glorificó a los caciques indios, desde la perspectiva de dominación de la Corona española y de domesticación de la Iglesia católica, realizando sólo una anotación relevante sobre los cimarrones negros que sobrevivían en las montañas de Bahoruco, a quienes acusó de “tribu de salvajes de raza africana”.
Posteriormente, a fines del siglo XIX, Rafael Abreu reformula la interpretación de los males sociales dominicanos desde la óptica racista de la degeneración de las razas. Este publicista manifiesta que la raíz de los vicios sociales de República Dominicana, tales como “la holgazanería, el orgullo y la soberbia” radica en la importación y consecuente esclavitud de la mano de obra negra o “raza exótica” y en la llegada de los “conquistadores” españoles, aunque reconoce que dicha soberbia heredada de la Conquista sirvió para emprender la lucha de independencia patria (Cf. “Consideraciones acerca de nuestra independencia y sus pro-hombres”, 1894)
Por otro lado, José López, en su escrito “La alimentación y las razas” (1896), plantea que el atraso del pueblo dominicano responde a la desnutrición de las masas campesinas. Este factor de carácter biológico explicaría a su vez el proceso degenerativo de las razas habitantes de la isla de Santo Domingo, desde la aborigen hasta la criolla, pasando por la conquistadora. Tal autor dice que desde hace “muchas décadas que estos pueblos, especialmente el dominicano, comen menos de lo necesario, y esa es la causa más poderosa de la degeneración física y del apocamiento mental, en que vivimos.”
Estas tesis sobre la causa del retraso social y el bloqueo del desarrollo de la civilización moderna, en República Dominicana contribuyen a edificar los cimientos, a principios del siglo XX, a que la falsa concepción de la supuesta degeneración nacional se entienda como resultado del mestizaje, incluyendo al resultante de la importación de raza blanca europea. Entre los defensores de esta visión racista sobresalen sin lugar a dudas tanto Américo Lugo como Federico García Godoy.
El primero, Américo Lugo, en su ensayo “A punto largo” (1901), percibe la nación dominicana como un “Organismo creado por el azar de la conquista, con fragmentos de tres razas inferiores o gastadas…” que se parece a “uno de esos seres degenerados que la abstinencia de las necesidades fisiológicas lleva al cretinismo, y la falta de necesidades morales lleva a la locura, en cuyo frente no resplandecen ideales…”.
En tanto que el segundo, García Godoy, en su libro “El derrumbe” (1916), sostiene que el origen de los “gérmenes nocivos” de nuestra “concreción étnica actual” procede de la integración de la
“sangre del blanco europeo y del etíope salvaje”, es decir, un “tipo colonial” poco capaz para evolucionar “hacia formas de vida social cada vez más progresistas y perfectibles”.
Esta doble descalificación, llevada a cabo por dichos reconocidos intelectuales, en torno a las naciones étnicas y la nación política o, lo que es lo mismo, la congénita incapacidad tanto de las masas laborales negra, mulata y zamba de impulsar el progreso de la civilización como de las élites gobernantes e intelectuales de implantar un Estado moderno, de derecho, cierra cualquier salida de superación exitosa a males y problemas del país, a la misma vez que abre las puertas a la aparición de un dictador supuestamente capaz de recomponer las instituciones sociales y políticas en provecho de una ilusoria construcción de una sociedad moderna, dirigida por una inexistente burguesía nacional.
Después de la Intervención Militar Americana a República Dominicana, de 1916 a 1924, el proyecto de refundación del sistema capitalista y el Estado burgués nacionales, por intermedio de un régimen autoritario y un dictador predestinado, ganó crecientemente adeptos y, en efecto, debilitó la fuerza política de los defensores de la reconstitución del Estado nacional, sobre la base de preceptos constitucionales de respeto de la ley y de garantía de ejercicio de derechos.
La primera propuesta resultó triunfante al instaurarse en el país la dictadura de Trujillo de 1930 a 1961, la cual combinó la integración espuria de negros y mulatos a la nación étnica con la exclusión violenta de los derechos ciudadanos de la nación política, bajo el manto de un imaginario nacional y estatal de supuesta igualdad racial y ficticia igualdad ciudadana.
La separación del moreno dominicano del negro domínico-haitiano y, más aún, del negro haitiano, a fin de conformar una nación étnica identificada con la cultura hispana, comprende básicamente cuatro operaciones e intervenciones estatales: primero, el relanzamiento de campañas de importación de trabajadores y empresarios de raza blanca; segundo, la matanza masiva de dominicanos de origen haitiano y minoritaria de haitianos en un cuestionable proceso de dominicanización de la frontera domínico-haitiana con cierto respaldo de la iglesia católica y, en particular, la congregación de curas jesuitas; tercero, la identificación del negro, el mulato o el zambo con el blanco, y, finalmente, cuarto, la acreditación causal de los graves problemas nacionales a la exclusiva presencia en el país de la raza negra, en especial de inmigrantes negros provenientes de Haití.
Juan I. Jiménes, en 1936, es uno de los primeros intelectuales dominicanos que durante el trujillato alerta contra el peligro nacional de la expansión de la población negra y la resultante mulatización de la República, por motivo de “la vecindad con Haití”, y, a la vez, defiende la pronta inmigración de extranjeros no negros. Todavía más, entendía que el proceso de ennegrecimiento de la nación representaba una traición a “nuestra misión histórica” de impulsar “la evolución étnica” y perfilar “el tipo único de porvenir”-es decir, la raza cósmica concebida por Vasconcelos-, cuyo logro dependía de una “rápida inmigración blanca, india y amarilla”.
La delimitación definitiva de la frontera entre Haití y República Dominicana, a partir de las firmas del Tratado en 1929 y del Convenio en 1936, significó para nuestro país, en violación de la Constitución, tanto la mocha del patrimonio nacional, a raíz del despojo de una inmensa porción territorial de varios miles de kilómetros cuadrados, como la poda de la comunidad de nacionales, a resultas de la masacre y expulsión de miles de dominicanos de origen africano y haitiano y de una minoría de haitianos.
Esta traición a la patria, perpetrada por la fracción xenófoba antihaitiana de la élite dominante nacional, bajo liderazgo de Peña Batlle, fue precedida por la oposición pública a las negociaciones y firma de un Tratado Fronterizo entre República dominicana y Haití y la consecuente reforma de la Constitución dominicana, por parte de destacados dirigentes y empresarios de dicha élite, tales como el ex-presidente Federico Henríquez, el gran empresario y ex-presidente Felipe Vicini y el ex-vice presidente Federico Velásquez.
El distanciamiento entre el moreno dominicano y el dominicano de origen africano empieza con la narrativa de evaporización de las contradicciones clasistas y diferencias culturales entre el amo blanco y el esclavo negro, en procura de crear un mundo idílico de unidad racial. En tal sentido, Manuel Troncoso en 1934 idealiza la historia y la existencia de una comunidad nacional en que los “individuos de una y otra raza estuvieron siempre juntos, en la felicidad y en la desgracia”. El siguiente paso de falsa creación de un negro español le tocó dar a Tomás Hernández, quién en “Síntesis, magnitudes y solución de un problema” (1943) postuló la dicotomía cultural y racial entre dominicanos y haitianos en los términos siguientes: “Dos fórmulas de vida, dos sistemas de civilización, dos culturas, dos razas, dos religiones, dos idiomas…” .
Luego, en 1949, Freddy Prestol, en “Palabras y meditaciones de una frontera”, especifica que la distinción entre el dominicano y el haitiano reside más bien en que el primero evoluciona espiritualmente en el transcurso de la historia nacional como “un español”.
En ese mismo año, Julio González, en su novela “Trementina, clerén y bongó” establece una diferencia tajante entre el negro dominicano y el negro haitiano, referida a prácticas culturales y creencias religiosas de respectivos nacionales, en concreto la realización del rito del “cabrito sin cuernos” o sacrificio antropófago de niños en las comunidades haitianas.
Por su cuenta, Máximo Henríquez, en 1951, descarta la distinción de clase o raza entre los propios dominicanos, en razón de que todos los nacionales comparten el sentimiento común y acentuado de la dominicanidad: “si todos nos consideramos iguales porque nos sentimos simplemente dominicanos”.
En Rodríguez Demorizi el péndulo de la diferenciación entre los negros dominicanos y negros haitianos se observa culturalmente desde el ángulo de los segundos, los cuales define como miembros de una raza “tarada”, en razón de que ésta “conserva la costumbre de la antropofagia, cree en el culto maligno del vudú y habla el patuá”. (Cf. “Introducción” a Invasiones haitianas, 1955)
Después, en 1957, Ángel del Rosario en su obra “La exterminación añorada” intenta definitivamente blanquear por completo al “moreno dominicano”, a quien tipifica, sin vacilar en ningún instante como “negro, pero negro blanco”, a diferencia del “negro africano” que practica la antropofagia, y la nigromancia.
Y, más tarde, en 1959, Manuel Amiama, en su ensayo “La población de Santo Domingo” pretende pura y simplemente desaparecer los negros en República Dominicana sobre la supuesta clasificación de la población nativa entre mulatos y zambos (mezcla de negros y mulatos), refiriéndose a los negros como “raza pura (que) no existe, casi no existe” en el país y copiando de hecho sin citar la tesis de Corpito Pérez de que la mayoría de la nación dominicana se compone de grifos o los referidos zambos (Cf. La comunidad mulata, 1958). .
En la explicación de los ancestrales males y graves problemas de República Dominicana, tanto Arturo Peña Batlle, como Joaquín Balaguer, coinciden en echarle esencialmente la culpa a la raza negra o africana, en particular a los negros haitianos y no a los mulatos de Haití. El odio y el desprecio de estos pensadores hacia los negros, ya sean dominicanos, dominicanos de origen haitiano, haitianos o africanos, son tan profundos que al menos deben recibir la más enérgica condena, dado que constituyen uno de los actos más racistas y deleznables cometidos por la clase dominante y gobernante en toda la historia de República Dominicana.
El primero, Peña Batlle, declara que la penetración haitiana a República Dominicana que preocupa es el tipo de “raza netamente africana” y no el tipo de la mulata o del “haitiano de selección…que forma la élite social”, a causa de que el primero “no representa incentivo étnico alguno…(y) vive inficionado de vicios numerosos y capitales y necesariamente tarado por enfermedades y deficiencias fisiológicas endémicas en los bajos fondos de aquella sociedad”.
En tanto que el segundo, Joaquín Balaguer, afirma que la “raza etíope es por naturaleza indolente” y que el “negro que emigra a Santo Domingo es un ser tarado por lacras físicas horrorosas”. Cree que la influencia degenerativa de esta raza sobre la nación dominicana obliga a evitar que ese “núcleo no llegue a ser, como en Haití, una mayoría dominante”, en procura de “constituir una patria” que sea “una nación limpia”. En esta ocasión, en 1947, Balaguer excluye de esta opinión la élite mulata haitiana, en nota a pie de página (Cf. “La realidad dominicana”), aunque años después, en su refrito “La isla al revés” (1983), borra esta nota.
Por otra parte, Juan Bosch describe una curva ascendente en su concepción racista contra el pueblo dominicano, específicamente contra los pobres, desde el exilio hasta los años ochenta: planteamientos de aporofobia en los juicios emitidos contra los “pueblitas” en su Prólogo al libro “La República Dominicana” de J. I Jiménes (1940); ideas en torno a “gente de segunda” en su ensayo “Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo” (1959), y concepciones sobre las “capas pobre y muy pobre de la baja pequeña burguesía”, especialmente “las grandes mayorías de las mujeres dominicanas (que) no son todavía seres sociales porque aún no han llegado a ocupar un lugar en la producción para la sociedad”, en su obra “Clases sociales en la República Dominicana” (1982).
En conclusión, consideramos que el debate en torno a la reforma constitucional de República Dominicana debe partir fundamentalmente del principio del poder constituyente del pueblo y la nación y, por consiguiente, la definición de la soberanía del pueblo y las naciones étnicas, puesto que mal podríamos refundar un orden jurídico basado en la república, democracia, justicia, libertad y solidaridad en la nación política de República Dominicana, asentado en el desconocimiento de estas tres naciones étnicas: la mayoritaria dominicana de origen criollo, la minoritaria dominicana de origen africano y haitiano, y, por último, la también minoritaria dominicana de raíces estadounidense y extranjera, vale decir, una mezcla étnica y cultural de zambos, negros y mulatos.
Ensayo publicado por el Centro de Estudios Económicos y Sociales, P. Alemán, S.J.
Serie Ensayos y aproximaciones circunstanciales a la Realidad Dominicana
Año 1, No. 2
Abril 2024
Santo Domingo,
República Dominicana
El autor es Investigador, Centro de Estudios Económicos y Sociales, Padre José Luis Alemán SJ., Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, PUCMM,