El Ministerio Público de la República Dominicana posee uno de los sistemas disciplinarios peor diseñado de todas las instituciones públicas. A pesar de ello, con él se ha ejercido un control conductual de los fiscales que ha traído orden a la institución, pero también se han realizado perversidades propias de una sevicia romana al mejor estilo de Calígula o Nerón, algunas que harían que los grandes inquisidores de la edad media encontrasen homólogos en la historia de la inspectoría de la institución.
Si bien estos procesos son algo que para la mayor parte de la gente pasa desapercibido por su confidencialidad, contadas veces la sociedad ha podido atestiguar lo que desde dentro acostumbramos ver: jugadas que parecen extraídas de un episodio de Game of Thrones de George R. R. Martin, donde el sicariato moral previo a una jugada procesal disciplinaria es un instrumento utilizado para evocar los más oscuros sentimientos de un pueblo que, sin saberlo, celebra la maldad como un acto de justicia. Y de estos procesos, con sus luces y sus sombras, con sus virtudes y sus perversidades, depende esencialmente la efectividad y la independencia de la persecución penal y, por ende, de la justicia penal.
Pero no estamos aquí para hablar de las tretas perversas o los egos inflados con complejos de superioridad moral que abundan en la institución. El verdadero problema que debe ocupar nuestra atención es el hecho de que una entidad pública tan importante tenga un sistema disciplinario tan falible, que muestra altos niveles de permisividad para la vileza y la arbitrariedad del poder. Donde la independencia del fiscal queda subyugada a la buena fe de quien podría ser su verdugo, y sus decisiones sometidas a depender de la gentileza de una clase política que, constitucionalmente, está infiltrada en la justicia penal.
Si bien la Ley 133-11 (Ley Orgánica del Ministerio Público) dispuso la apoliticidad de los fiscales, y en el art. 25 pretende garantizar la independencia cuando dice que «(…) Los miembros del Ministerio Público pueden objetar, conforme lo dispuesto en esta ley, las instrucciones particulares que les dicten sus superiores, sin perjuicio de otros motivos, cuando se fundamenten en consideraciones político partidarias»; para que el ejercicio de esas objeciones sea posible, se requiere un conjunto de garantías para el disciplinable, que no existen en el sistema disciplinario actual y en ninguna de las propuestas de reformas que han circulado.
Eso, sumado al hecho de excluir a los gremios de fiscales de las discusiones sobre el sistema disciplinario y, a una marcada intención de proscribir el fundamental derecho a protestar, hace que en distintas comunidades de miembros del Ministerio Público se genere inseguridad y una sensación de temor generalizado hasta para el simple ejercicio de las facultades legales del proceso penal.
Actos como solicitar una medida cautelar distinta a la prisión preventiva, decidir no recurrir una decisión desfavorable, archivar una investigación, otorgar un criterio de oportunidad, intentar conciliar, realizar un proceso penal abreviado por acuerdo pleno y otras iniciativas previstas por la ley, son decisiones del día a día que muchos evitan usar. Todo gracias a que los órganos disciplinarios históricamente se han dado a la tarea de sentar como precedentes el perseguir fiscales por tomar decisiones legales que, por opinión caprichosa de uno o dos juzgadores disciplinarios, debieron ser distintas.
La situación es más opresora y atroz para los fiscales que deben tomar esas mismas decisiones en las investigaciones de casos de violencia de género, donde son juzgados, desacreditados, usados como chivos expiatorios, suspendidos y sancionados, no solo por decidir conforme a su criterio, sino también por no haber desvelado el inefable misterio de la impredecibilidad de la conducta humana. Se les culpa de no haber adivinado cual de los miles de denunciados se convertiría en un feminicida.
Todos esos precedentes disciplinarios, donde suspenden e incluso sancionan a miembros del Ministerio Público por asumir el ejercicio de sus atribuciones procesales, han erosionado el sentido de independencia de los fiscales, han satanizado figuras y facultades de la ley, y han convertido el sano ejercicio de la objetividad en un acto kamikaze que no todos están dispuestos a asumir.
Tal situación provoca una centralización de criterios procesales que nadie admite, pero que todos entienden; donde las decisiones se toman en un solo lugar, donde el Principio de Unidad del Ministerio Público es usado como excusa para juzgar el incumplimiento de posturas que nunca se tuvo el valor de instruir claramente, y donde tener un criterio propio y pensar distinto es una falta o incluso un crimen. Al final, esa monopolización conduce a la ineludible conclusión de que también se concentra el poder de la persecución penal, y lo hace en las manos por donde se infiltra la influencia política, aquellas vasallas manos cuya independencia existe mientras perduren las buenas intenciones de la clase política.
Por todo esto, una de las pocas garantías de un Ministerio Público independiente que puede tener el sistema de justicia, además del respeto a la representación que ejercen los gremios de fiscales, es una donde exista un proceso disciplinario que no permita las persecuciones por el ejercicio de las facultades procesales que la ley atribuye al fiscal. Y que al igual que como ocurre con las decisiones de los jueces, las decisiones del fiscal sean objetables ante el tribunal en todos los casos en que la ley lo ha previsto.
Después de todo, el control de las investigaciones del fiscal le corresponde al juez de instrucción, no al sistema disciplinario. Hoy todo aparenta estar bien, pero ¿qué pasará mañana cuando algún político con el mismo poder no tenga la misma gentileza, ni las mismas buenas intenciones?