La sociedad se sostiene sobre la base del bienestar colectivo. Las personas sacrifican parte de su libertad para delegar en el Estado la monopolización del poder político con el objetivo de asegurar el ejercicio libre e igualitario de sus derechos. En efecto, la idea que reposa detrás de la comunidad y que, por tanto, justifica sus vínculos identitarios es la idea de que el Estado constituye un instrumento para asegurar el bienestar integral y permanente de todos los individuos.
Los gobernantes ejercen legítimamente el poder político por delegación de las personas. Dicho de otra forma, las personas, como titulares del poder político, autorizan a los órganos representativos a ejercer un poder de decisión y dirección con miras de concretizar la voluntad colectiva. La creación de esta voluntad, la cual gira en torno a la realización de los derechos de las personas, requiere del acuerdo más amplio posible entre los individuos que le están sometidos para asegurar un deber de pertenencia a la comunidad.
Para la construcción de la voluntad colectiva, se acude al principio de mayoría. El principio de mayoría constituye uno de los presupuestos esenciales del Estado democrático. Las decisiones colectivas deben ser adoptadas por mayoría absoluta y, bajo ciertas condiciones, por mayoría cualificada. La voluntad de la mayoría configura la voluntad colectiva a la cual las personas deben condicionar sus conductas como miembros de la comunidad social. Este principio garantiza la estabilidad de la comunidad, pues permite que el cuerpo político pueda actuar en una sola dirección bajo el acuerdo de la mayoría. Así pues, como bien explica Locke, “cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer de la mayoría”.
Ahora bien, el principio de mayoría no debe verse como el gobierno de la mayoría contra la minoría, sino más bien como el resultado del equilibrio de las directrices políticas antagónicas de ambos grupos. En otras palabras, la voluntad colectiva formada en base a este principio no nace por el predominio numérico de la mayoría sobre la minoría, sino como producto del diálogo constante entre ambos grupos en torno a las medidas que deben adoptarse para asegurar de forma efectiva lo que se ha puesto en común, esto es, los derechos de todos los miembros de la comunidad.
En términos simples, ambos grupos (mayoría y minoría) son necesarios -o, más bien, indispensables- para la creación de la voluntad colectiva. Y es que, no es posible asumir un compromiso común para asegurar el bienestar de la colectividad si en la formación de las decisiones políticas no se logra un equilibrio entre los opuestos políticos sobre la base del discurso y la réplica, el argumento y la contradicción y, en definitiva, sobre el diálogo democrático. De forma más clara, la formación de la voluntad colectiva y, por tanto, el compromiso de renunciar a parte de nuestra libertad para beneficio de la colectividad sólo es posible si nos escuchamos. Escuchar no es sólo permitir la existencia de una pluralidad ideológica, sino que además requiere del intercambio genuino de ideas para identificar elementos comunes que permitan asegurar aquellos elementos que justifican el surgimiento del Estado.
Lo anterior no es posible en un ambiente afectivamente polarizado. Ya lo advertía Pedro J. Castellanos, “la polarización afectiva extrema la dinámica amigo-enemigo y, con ello, fulmina el concepto de adversario político legítimo, planteándose una pugna desde los extremos que desemboca en la invalidación de unos en favor de otros”, lo que claramente “imposibilita el acercamiento, nulifica la posibilidad de transacción (…), convierte la tolerancia en un ideal inalcanzable y, por obra y gracia de la hipérbole, produce silencios de doble vía que cuesta curar, que impiden el entendimiento mutuo y bloquean la configuración de políticas públicas acorde con la efervescente realidad que marca nuestro presente” (ver, “El efecto perverso de la polarización”, 4 de diciembre de 2023).
Existe una tendencia, creada intencionalmente por aquellos que rehúyen al diálogo democrático, de bloquear las premisas ideológicas o políticas opuestas. Se acude constantemente a un discurso amigo-enemigo para asumir las posturas contrarias como un atentado a las convicciones personales. Se suele catalogar en base a espectros políticos o a etiquetar de forma prejuiciosa a los contrarios para evitar asumir un debate abierto y plural sobre los temas que son de vital relevancia para la sociedad. Se pierde, en definitiva, la capacidad de escuchar.
Esta situación imposibilita la existencia de un compromiso común que suponga posponer lo que nos separa en beneficio de la comunidad. En síntesis, la formación de la voluntad colectiva a través del principio de mayoría-minoría requiere de la identificación de líneas medias entre los intereses recíprocamente contrapuesto entre ambos grupos. Para esto, resulta necesario escucharnos de forma asertiva con miras de asegurar el bienestar integral y permanente de todos los miembros de la comunidad social.