Un gran dependiente es una persona incapaz de realizar de manera autónoma las actividades esenciales de la vida cotidiana: vestirse, llevar a cabo la higiene personal, asumir la toma de decisiones, la movilidad, incluso el autocuidado o la alimentación. Esta situación pueden producirla varios procesos, como el envejecimiento, las lesiones traumáticas que afectan al sistema nervioso central, los déficits congénitos que se arrastran desde el nacimiento, como los trastornos del desarrollo, o las enfermedades neurodegenerativas, como las demencias, la esclerosis múltiple o las patologías relacionadas con alteraciones del movimiento.
Muchas veces se ignora que la dependencia de terceras personas es una discapacidad y, por tanto, la invisibilidad recae sobre la persona cuidadora, que puede ser un profesional o un familiar, quien tiene que suplir y atender esos déficits. El cuidador debe caracterizarse por tener una profunda empatía hacia el otro, porque la persona a la que atiende tiene, por supuesto, sentimientos de pudor y afectos y sus limitaciones la han convertido en un ser muy vulnerable, que muchas veces está triste o irritable. La carencia de autonomía es una de las situaciones más estresantes, genera angustia y frustración.
Cuidar al otro es uno de los rasgos que nos hace humanos, un acto de amor incondicional. Nuestra sociedad está preparada para cuidar a las personas dependientes, pero es preciso mejorar y desarrollar la formación de cuidadores especializados en grandes dependientes.
En España, en diciembre de 2006, la mayoría de izquierdas del Parlamento aprobó la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia, conocida como Ley de Dependencia, concebida como el cuarto pilar básico del Estado de Bienestar, junto a la educación, la sanidad y las pensiones.
A pesar de las dificultades para su puesta en marcha, puesto que pronto sobrevino la crisis económica mundial y la opción por la “austeridad” y los recortes sociales, se trató de un avance esencial para dignificar a estas personas y ayudarles a ellas y a sus familias en todos los terrenos, no solo en el económico. Toda estrategia dirigida a la salud de la población, y por tanto las políticas públicas, está en constante cambio y tiene la necesidad de ajustarse a las nuevas necesidades, a su incidencia y a su prevalencia, y por tanto de formar a los profesionales en su atención.
Como sabemos muchos profesionales sanitarios dominicanos que trabajamos en España, la red asistencial que cubre la dependencia en este país recae, principalmente, sobre los trabajadores inmigrantes, tanto en los centros especializados como en la atención domiciliaria. España, con un Gobierno que ha sido capaz de erigir un verdadero “escudo social” frente a la pandemia de la COVID y ahora ante las consecuencias de la guerra en Ucrania, quiere avanzar hacia una “sociedad de los cuidados”, algo imprescindible en una sociedad con una tasa de natalidad entre las más bajas del mundo y un envejecimiento acelerado de la población
Nuestro país, República Dominicana, es aún eminentemente joven, pero conforme nos aproximemos a los umbrales del desarrollo económico y social deberemos afrontar este desafío. ¿Tendremos una Ley de Dependencia? Desde luego, será imprescindible si deseamos avanzar hacia un modelo asistencial más completo, que considere sobre todo a nuestros mayores (a quienes les debemos todo) y reconozca a las personas que cuidan la labor tan valiosa que desempeñan.