Cuenta Carlos Fuentes que Fernando Benítez llevaba en su bolsillo una tarjeta de presentación que decía lo siguiente: "lector de novelas", una manera abierta y franca de asumirse como un hombre amante de las letras. Actitud valiente frente a las burlas, la falta de aprobación y estima que, en general, existe hacia autores  y literatos en cualquiera de sus variantes.

Manuel Mora Serrano ha sido el último juglar de República Dominicana y en  su condición de poeta de cuerpo entero, él no lo ocultó en ningún momento. Si otros enarbolaron como bandera una actitud desafiante, hasta cierto punto irreverente e iconoclasta, en él todo parecía provenir de su propia naturaleza, no tenía necesidad alguna de exhibir un aire altanero ni sobreactuado. Su presencia era en sí misma poesía florecida en medio del asfalto urbano.

Mi tendencia a vivir en retrospectiva me lleva a rescatar la última imagen que guardo de su persona. Los dos, situados a cierta distancia uno del otro, éramos en aquel momento pasajeros anónimos en el interior de un vagón del metro. Yo le observaba vestido con su clásica boina nerudiana y aquel bolso que solía acompañarle conteniendo algún que otro papel, probablemente esbozos poéticos aún por revisar o tal vez por concluir. Él iba ensimismado, encerrado en su propia esfera, mientras yo me preguntaba cuántos de aquellos pasajeros que compartían nuestro trayecto podían llegar a imaginar que entre ellos viajaba un escritor. Es, justo ese  espacio de tiempo y cuya soledad no me permití interrumpir, el que constituye mi recuerdo mas reciente sobre su persona, sin embargo el que me vincula a él de un modo especial comenzó de un modo distinto.

Conducía por la Avenida Abraham Lincoln cuando, de repente, vi a un señor esperando tomar un vehículo en una zona por donde no transitan carros de transporte público. Le observé más detenidamente y entonces me di cuenta de que era Don Manuel. El sol en aquel lugar golpeaba su cuerpo inmisericorde, así que me detuve paralelo a su persona y pregunté con cierta dulzura, -poeta ¿me permite darle un empujón? Me miró y sonrió respondiendo con esa voz de cuacamayo -¡Oh! Deivi, tu por aquí". Se introdujo sin más protocolo en mi auto y fuimos conversando acerca de diferentes cosas. El trayecto no fue muy largo pero me dio tiempo para presentarle un legajo de papeles que contenía poemas de alguien, cuyo mejor hacer no es precisamente la poesía. Lo cierto es que, aún a pesar de ello, tuve el atrevimiento de pedirle que se quedara con ellos y cuando tuviera tiempo me diera su parecer. Los días fueron pasando y una tarde su hija, Mari Mora, me comentó que su padre había leído mis poemas y le había indicado que debía titular cada uno de ellos. Yo, en mi habitual terquedad,  le volví a entregar los mismos sin hacer el menor cambio ni añadir los títulos correspondientes que me había  aconsejado. Recuerdo que mi actitud le enfadó profundamente y me devolvió los poemas con una larga y dura carta, que sigo atesorando como cofre repleto de oro.

Después de aquello perdimos todo contacto durante cierto tiempo, pero una tarde volvió a enviarme recado con su hija para que pasara por su casa. No tardé mucho en acercarme. Toqué su puerta y le encontré sentado, rodeado de libros y música. Me hizo entonces una seña que nunca he olvidado. En la mesa del centro de la sala había tres hojas grapadas por una de sus esquinas. Me miró y dijo -esas son las notas sobre tus poemas. No añadió ni una sola palabra más. Las tomé y bajé los escalones lleno de entusiasmo. Esas notas serían incorporadas, posteriormente, como epílogo de mi primer poemario “Soledades y destierros".