Un ser humano es mucho más que un cúmulo andante de piel y huesos animado por la vida. Es más que su genética, su pulgar independiente, su lenguaje articulado. Si bien es cierto que le basta básicamente eso para considerarse miembro de la especie humana, hay “otro tanto” que, en materia de inserción social e interacción con sus semejantes, es casi un “todo”.

Lo cierto es que nuestro componente inmaterial, la parte que no se ve a simple vista es, paradójicamente, la que en verdad nos define. Toda persona es también su cultura, sus credos, sus tradiciones familiares, es también su tierra, su hogar, su patria.

Tan importantes le son esas certezas para la vida, que la pérdida de cualquiera de ellas puede serle fatal y en extremo dolorosa, como cuando pierde un miembro, se enferma gravemente o uno de sus órganos vitales deja de funcionar correctamente.

Sin embargo, duele ver cómo, desde tiempos inmemoriales, pero ahora como nunca, son esas pérdidas tan crueles, abruptas, comunes y sistemáticas, que ni siquiera dan tiempo a reajustar el pensamiento para tratar de comprenderlas, porque la razón, casi que, como un instinto primitivo, se resiste a creer que sea posible, aun cuando para los ojos no existe duda alguna de lo que ven.

Lo cierto es que el sentido común y la empatía de nuestra especie parecen hundidas en la más profunda crisis, como si alguna especie de hechizo hubiera borrado del imaginario colectivo la premisa de que la única limitante a los derechos individuales comienza cuando ejercerlos implica socavar los ajenos. Eso aplica tanto para el ámbito personal, nacional, como en materia de derecho y relaciones internacionales.

Estamos repletos de convenciones, tratados, marcos legales de toda índole, que deberían regir en materia de respeto a la soberanía, a la libre determinación de los pueblos y a algo mucho más elemental, que debiera ser sobreentendido y puesto en el primero de los planos: el derecho de todo ser humano, primero a la vida y luego, por añadidura, a vivirla con dignidad y decoro.

Tristemente, obviar esos instrumentos, pisotear sus esencias o manipularlos se ha convertido en una especialidad, cuyas expresiones más controversiales hablan de conquistas, crímenes de lesa humanidad, formas modernas de esclavitud, asesinatos en masa, boicots a la democracia, asfixia económica, persecuciones encarnizadas de los diversos y, si seguimos la lista, sería casi interminable.

No es de extrañar entonces que a los millones de muertes inocentes que acarrean los conflictos bélicos, a los otros millones que se suman por hambruna, falta de acceso a servicios básicos, ascenso de la violencia, se sume también una cifra particularmente dolorosa, por el amplísimo espectro de implicaciones que tiene en materia de derechos humanos, para resumirlo en una frase.

De acuerdo con los últimos datos de la Ucnur, (Agencia de la ONU para los refugiados y desplazados) hablan de 108,4 millones de personas desplazadas por la fuerza en todo el mundo, por las causas a las que, en breve síntesis, hemos aludido en los párrafos anteriores. Esa cifra, emitida al cierre de 2023, debe tener, a estas alturas, notables incrementos, tras un 2024 cuyas secuelas para la humanidad han sido particular y lamentablemente impactantes.

Solo en la asediada Franja de Gaza, uno de los más recientes y lacerantes ejemplos, esa cifra ya asciende a 1,9 millones. Esta cifra se incrementará; por que los sionistas y criminales israelíes están bombardeando la ciudad de gazati de Rafah, donde habían acudido a refugiarse los palestinos.

Es notable el crecimiento exponencial de las personas que viven en esa condición desde 1991 hasta la fecha, lo que, sin duda alguna, no nos habla precisamente de un progreso en nuestras artes de convivencia respetuosa y pacífica.

Ya sea dentro de su propio país o fuera de él, un desplazado es alguien que vive con el peso constante de la pérdida, marcado muchas veces por la dura verdad de no pertenecer, de no sentirse seguro, de no tener certeza del mañana. Es una marca indeleble, que pervive incluso por generaciones, porque rara vez se cura la añoranza de aquello que nos ha sido arrebatado, como tampoco se cura la contradictoria herida de abandonar mucho de lo más importante que se tiene en la vida, para poder “vivir”.

La eterna conquista del poder, que enferma como aquello que llamaron alguna vez fiebre del oro, hace que el reto diario de millones de seres humanos no sea construir un futuro, fundar familia, edificar sueños, trazarse metas, sino exclusivamente sobrevivir, un día a la vez y quizá, con suerte, otra semana, otro mes, o casi otro año.

Las injustas divisiones que hemos hecho del planeta Tierra en que habitamos, a costa de que unos les roben a los otros, maten a los otros, persigan a los otros, hacen que cada vez sean más en esta tierra los campos de refugiados y desplazados, a la espera de ayuda, de amparo, casi siempre limitados por el mismo que roba, mata o persigue.

Aunque no son pocas las voces que se alzan a favor del diálogo, de la búsqueda de caminos e intereses colectivos alejados de la injerencia y de la guerra, la incapacidad para el logro de esos fines parte de jugosas tajadas de poder cuyos beneficiarios no están dispuestos a compartir. Arcaicos mecanismos como un veto hacen posible, de manera asombrosa, que la voluntad colectiva sea irrespetada con descaro.

Entre tanto, sigue siendo el rechazo manifiesto a la injusticia un camino al que jamás debemos renunciar, porque de esa voluntad de seguir haciendo frente a la crueldad y a la ambición desmedida, depende el futuro de nuestra humanidad, y los que hoy llamamos otros, pudiéramos mañana ser nosotros mismos.

“Los desplazados y refugiados”, cuyas identidades se pierden muchas veces tras los números, tras un nombramiento colectivo, son aquellos niños a los que se les debe un día normal de escuela, el juego en un patio o parque, el calor y la seguridad de un hogar. Son las familias desmembradas, los abrazos pospuestos o perdidos, los sueños truncos. Son el recordatorio de que este es el planeta de todos, en el cual no todos tienen derecho a vivir y a ser felices.

El “triste y trágico laberinto de los desplazados”, a los que –sin poder sustraerme de ello– hago siempre una apología con Los Miserables de Víctor Hugo, por la marca que los persigue, por los designios sociales, por el constante huir como destino, son, sobre todas las cosas, un vergonzoso “daño colateral” del egoísmo.