Frente a la ola populista que postula, en medio del prevaleciente y pernicioso clima antipolítico que nos acogota, que los partidos y los políticos son, por esencia, malos, siempre he reivindicado el rol fundamental de los partidos y sus dirigentes para la articulación de la voluntad popular, incluso defendiendo la importancia del financiamiento público para sus funciones. Defender los partidos, en una democracia electoral más o menos competitiva, no nos debe llevar, sin embargo, a despreciar el rol de la sociedad civil en la participación política.
Por eso, nos ha sorprendido ver la negativa reacción de los principales partidos políticos y sus dirigentes -los mismos que, siguiendo el equivocado y mercantilista credo empresarial, increíblemente apoyaron la más antipolítica de todas las posiciones, que no es más que la unificación de las elecciones-, frente a la valiente decisión del Tribunal Constitucional en su Sentencia TC/767/24 que, en el fondo, no hace más que constatar que para que una candidatura sea independiente no se le puede exigir el apoyo de un partido político.
La antes referida decisión, a propósito de una acción directa de inconstitucionalidad incoada por Alberto Fiallo, representado por Luis Sousa Duvergé, Roberto Medina Reyes, Pedro Justo Castellanos Hernández y un servidor, es un precedente constitucional positivo e histórico que reconoce lo que es obvio: a un candidato independiente no es razonable exigirle los mismos requisitos que se derivan de su adscripción a un partido político.
Por otro lado, la sentencia contiene dos magníficos dos votos disidentes. En especial, el de la magistrada Army Ferreira señala la importancia de la deferencia al legislador frente a las “cuestiones políticas”, cuestiones que, a mi modo de ver, no deben postularse en jurisdicciones constitucionales especializadas como el Tribunal Constitucional, en donde ningún acto estatal escapa al control constitucional, aun donde existe un margen de discrecionalidad política, que nunca podrá ser irrazonable si quiere ser constitucional y que siempre podrá ser respetado con prudentes exhortaciones al legislador, cuando procedan.
El Tribunal Constitucional dominicano, contrario a la Suprema Corte de los Estados Unidos, es una jurisdicción constitucional especializada última generación cuya ley orgánica -la 137-11- le permite -en su artículo 47- actuar como legislador positivo, añadiendo, sustrayendo y manipulando los textos legales para que sean constitucionales. Esto no impide que el legislador, e incluso el poder reglamentario de la Junta Centra Electoral, actúe posteriormente conforme la interpretación del Tribunal Constitucional, apliquen, en consecuencia, la ley para que sea constitucionalmente admisible.
Lo peor que sufrimos en nuestros tiempos es la antipolítica. Pero facilitar las candidaturas independientes no es antipolítico. Muy por el contrario, procura hacer realidad efectiva el muy político objetivo de la participación y la representación política por vía directa para corregir así las distorsiones de una democracia representativa atrapada en la “oligarquía de hierro” de los partidos.
Si, como afirma Joseph Schumpeter, la democracia implica libre competencia electoral ahí donde existen al menos dos competidores por el poder político, no hay más sana y libre competencia que la que se produce entre candidatos independientes y partidistas, principalmente a nivel municipal y provincial. No hay peligro en seguir a candidatos independientes. El peligro es seguir a lideres mesiánicos y adánicos y estos se encuentran, a diestra y siniestra, tanto en partidos como postulaciones independientes.