Todo lo que se ignora, se desprecia”-Antonio Machado.

Los jóvenes de estos tiempos entienden que el momento es lo que cuenta. Descuidan su formación y rinden desenfrenado tributo a las apariencias. Tiene más importancia para ellos un gimnasio que una biblioteca o una presentación en el Teatro Nacional de Lang Lang, considerado uno de los mejores pianistas del mundo. Es muy fácil deslumbrarlos con una marca reconocida. Con las caras de moda se sienten competitivos y apabullantes, como si un logo agregara valor a sus vidas.

Sí, realmente no puede haber analogías entre las generaciones jóvenes de hace tres o cuatro décadas y las presentes que parecen encarceladas por la inclinación a lo fácil y las banalidades materiales. Apelando al marxismo, las condiciones materiales en las que vivieron unas y otras podrían justificar la superficialidad, el egoísmo social exacerbado, la pseudomúsica por las que se inclinan masivamente, el narcicismo extravagante, el desinterés por lo trascendente y las malas notas en los centros escolares.

 

Nuestros jóvenes carecían de celulares inteligentes, de las tentaciones de las drogas y de los escenarios tóxicos, así como del afán desmedido de enriquecimiento fácil y deslumbrante. Pero los escolares dominaban los contenidos clave de la historia universal y de la patria, repetían de memoria las capitales del mundo, sabían geografía física, geometría analítica y álgebra. La escuela los dejaba preparados para emprender el camino del cálculo integral y diferencial. Hoy desconocen en general los fundadores de la nación y su formación integral es deprimente.

 

La conexión era física, la digital no existía, y los afectos se prodigaban en tiempo y espacios reales. La cercanía humana era tan necesaria como los alimentos; la vecindad era tomada muy en serio y todos nos conocíamos. Nos dolían las desgracias de los vecinos y vivíamos sus alegrías y progresos. La solidaridad humana era una conducta social permanente, no un episodio ocasional y transitorio.

 

Las fiestas se tomaban muy en serio. Las navidades eran esperadas con expectativas de intercambios familiares y amistosos, no de compras. La fiesta de año nuevo era un acontecimiento trascendente para la infancia porque marcaba la antesala de los regalos y las sorpresas. En esta época solíamos esperar las visitas de los familiares todo el año, sin exageración. Recuerdo siempre a la tía materna San que en esas festividades navideñas nunca fallaba. Nadie tuvo nunca la gentileza de invitarla formalmente, simplemente aparecía en las cercanías del 24 de diciembre. Era una verdadera experta en la preparación de morcillas y sancochos de varias carnes. Sus exquisitas sopas de gallina criolla auténtica siguen humeando en el hipocampo cerebral donde se forman los recuerdos episódicos, en convulsión permanente. ¡Paz eterna a tu alma de ángel adorada tía San!

 

Los alimentos se servían en íntima comunión familiar y ningún miembro del grupo podía faltar. La madre colocaba los alimentos en la mesa sin poner caso a las preferencias individuales ni a los caprichos de los hijos mañosos. Disfrutar de los alimentos en absoluta afinidad afectiva no era una elección, más bien un tozudo mandato paterno que se disfrutaba como un acontecimiento cotidiano relevante.

 

¡Como rendían las raciones alimenticias!

 

Un pollo alcanzaba, en nuestro caso, para siete hermanos, pero no provenía de las granjas apestosas, sino directamente de los patios o de los mercados populares donde se les veía colgando vivos en agitación pavorosa. Las frutas y vegetales eran todavía orgánicos y conservaban sus olores peculiares. Eran ocasionales los atentados terroristas de los agroquímicos.

 

En general, una familia pobre o de ingresos moderados tenía en la mesa los nutrientes y calorías necesarios. Puede decirse que la salud de los individuos tenía más ventajas frente a los agentes infecciosos que los de esta modernidad decadente que sufren de diabetes a temprana edad, problemas cardíacos, obesidad o sobrepeso, enfermedades infecciosas y diversos tipos de tumores malignos.

 

¡Ay la escuela! Era una para aprender y alzar vuelo firme en busca de los desafiantes horizontes del conocimiento. Los profesores eran veleros insignias, ejemplos, formados, morales, rectos y dedicados. De hecho, uno estaba obligado no por un régimen escrito, sino por su ejemplo. La lectura era obligatoria. Ya rondando los quince años muchos clásicos de la literatura universal resultaban familiares. Los libros adornaban las salas principales de las casas. Hoy ser intelectual no es un valor agregado en medio del tsunami de la ignorancia y la puerilidad. Leer es una pérdida de tiempo. Desinformar desde  los linderos de la ignorancia es una tarea atractiva.

 

¿Quién de mi generación no conocía la librería La Trinitaria o la Casa Cuello, para nombrar solo dos? Uno frecuentaba esos espacios y veía pocos hombres adultos: la mayoría de los clientes eran jóvenes, sobre todo del ala de los soñadores revolucionarios de la época. ¡La nuestra era una juventud que se distinguía por el conocimiento, no por las joyas ni los autos de lujo, la exposición de novias o amantes asalariadas fabricadas en salas de cirugía plástica o las extravagancias en el vestir o las exóticas y ridículas modalidades de cortes de pelo!

 

Hoy la familia se presenta desarticulada. El 80% de las madres crían a sus hijos en soledad absoluta, dependiendo de magros ingresos y viviendo en zonas contaminadas por la delincuencia y la anarquía. La familia como una unidad afectiva con un orden y autoridad peculiares no existe.

 

Las fiestas tradicionales no tienen sentido para la “nueva juventud” y la música vernácula ya fue sustituida por los ruidos insufribles de la llamada cultura urbana, sin duda promotora del vicio, la vulgaridad, la indecencia y lo superficial.

 

Para ser famoso no hay que esforzarse por los vericuetos del conocimiento, sino volverse loco o desafiar la moral o trillar el engaño (como Mantequilla), las costumbres, los buenos modales y los principios cargados de moralidad y corrección.

 

Estamos ante un descalabro moral total. Una pendiente fatal donde cualquier joven tartamudea el idioma natal e ignora lo que pasa en su país y en el mundo: -al margen de la farándula y sus chismes de redes-.