Tal como predecían la mayoría de las encuestas, el triunfo electoral del presidente Luis Abinader y de su partido ha sido abrumador y le han otorgado una supermayoría congresual que le permite, por sí sola, aparte de conformar y renovar las Altas Cortes y otros órganos constitucionales extrapoder, aprobar todas las reformas prometidas, incluyendo leyes orgánicas y ordinarias e, incluso, hasta una reforma constitucional.
Gracias a Dios los que antes (2012-2020) gritaban infundadamente “dictadura de partido único” están “misteriosamente” silentes y nos ahorran así su insoportable chachara, aunque ahora soportamos una caterva de voces reclamando las más estrambóticas reformas para “mejorar” nuestro sistema político-electoral. Pero no hagamos caso a esas voces. Aceptemos sencillamente la realidad de la democracia: ganan y gobiernan las mayorías electorales.
De las pasadas elecciones, caracterizadas por el civismo de la ciudadanía y de los candidatos y el trabajo eficaz de la Junta Central Electoral, y al margen de la impune compra de votos admitida hasta por los observadores internacionales, preocupa, sobre todo, la abstención. ¿Desencanto con oferta electoral o el sistema? ¿Resultado de la compra de votos? ¿Desinterés o apatía?
Desde la primera edición de mi manual de derecho constitucional, he sido partidario de que por ley -no hay necesidad de reforma constitucional- se impongan sanciones escalonadas al que no cumpla con su deber constitucional de votar, eso sí, con opción de “ninguno” para expresar desencanto. Además, la JCE debe pagar viáticos a todos los ciudadanos mayores de edad para que puedan costear el ejercicio del voto, como se hacía en la asamblea de la Atenas clásica. En un Estado social y democrático, todos los derechos cuestan y tienen que ser interpretados socialmente, por lo que debe asegurarse plenamente a todos ejercer efectivamente el derecho al voto.
El presidente Abinader tiene una gran oportunidad para fortalecer la institucionalidad democrática como ha prometido, aunque es preocupante su propuesta de una reforma constitucional para blindar contra reformas y reelecciones presidenciales que, aunque no sea su propósito, en la práctica resucitaría el fantasma de la eterna reelección presidencial, al rehabilitar el derecho a ser [re]elegido de todos los expresidentes -incluyendo el del propio Abinader-, impedir la renovación de los liderazgos partidarios y crear innecesaria crispación.
El presidente Abinader puede ser, si quiere, pues tiene todas las condiciones para ello, el “katechon”, ese “pitcher taponero” anhelado por Euribíades Concepción Reynoso, que, asegurando las necesarias reformas institucionales, económicas y sociales que permitan crecimiento económico, democracia, prosperidad, Estado de derecho y justicia social para todos, retarde la llegada del Anticristo populista.
De lo contrario, es decir, si el presidente Abinader no usa sabiamente en el “tiempo que resta” (Agamben) su supermayoría gubernamental, una figura mesiánica/autoritaria/populista podría alcanzar electoralmente el poder, momento en el que, como advirtió Carl Schmitt, “la mera posesión del poder estatal produce una plusvalía política adicional, que viene a añadirse al poder puramente legal y normativista, una prima superlegal a la posesión legal del poder legal y al logro de la mayoría”, que permitiría a esa figura “cerrar detrás de sí la puerta de la legalidad por la cual había entrado” y empujar “de manera legal a sus enemigos políticos hacia la ilegalidad”, es decir, cerrar por la vía de una “revolución [i]legal” las puertas a la alternabilidad en el poder.