– Oye viejito, quítate.
Esto, dicho en el tránsito, suena igual a “quitate, tu hijo-de-la-gran-*p*”. Cuando te dicen viejito en la calle es como si trataran de achicarte dignidad y alma. Tal vez las canas sean las que descubren mi edad de “Viejo”.
La primera vez que oyes que te lo dicen, quisieras responder. Pero no hay cómo devolver un evidente insulto como ese. Y es así como un buen día me dije: “pero si estas canas son un tesoro, este tiempo vivido es mi mejor alimento, mi mayor grandeza”.
Y, pensándolo bien, soy un dichoso porque estoy viviendo un pedazo de vida muy rico. No es el tipo de cosa que se cuenta como al dinero, o que se mide como una propiedad inmobiliaria.
Llegar a esta edad es un placer inmenso. Y es una ganancia como ninguna pues nos convierte en co-propietarios del tiempo y mediante él sentimos la justa medida de las cosas.
Y hablando de este tema, ahí les va un recordatorio de uno de los poemas más bellos de T. S. Eliot:
La canción de amor de J. Alfred Prufrock
Vamos, tú y yo,
a la hora en que la tarde se extiende sobre el cielo
cual un paciente adormecido sobre la mesa por el éter:
vamos a través de ciertas calles semi solitarias,
refugios bulliciosos
de noches de desvelo en hoteluchos para pernoctar
y de mesones con el piso cubierto de serrín y conchas de
ostra,calles que acechan cual debate tedioso
de intención insidiosa
que desemboca en un interrogante abrumador…
Ay, no preguntes: «¿De qué me hablas?»
Vamos más bien a realizar nuestra visita.
En el salón las señoras están deambulando
y de Miguel Angel están hablando.
La neblina amarilla que se rasca la espalda sobre las ventanas,
el humo amarillo que frota el hocico sobre las ventanas,
lamió con su lengua las esquinas del ocaso,
se deslizó por la terraza, pegó un salto repentino,
y viendo que era una tarde lánguida de octubre,
dio una vuelta a la casa y se acostó a dormir.
Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para el humo amarillo que se arrastra por las calles
rascándose sobre las ventanas. Ya habrá tiempo. Ya lo habrá.
Para preparar un rostro que afronte los rostros que enfrentamos.
Ya habrá tiempo para matar, para crear, y tiempo para todas las obras y los días de nuestras manos que elevan las preguntas y las dejan caer sobre tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
tiempo bastante aún para mil indecisiones,
y para mil visiones y otras tantas revisiones,
antes de la hora de compartir el pan tostado y el té.
En el salón las señoras están deambulando
y de Miguel Angel están hablando.
Ya habrá tiempo. Ya lo habrá. Para preguntarnos: ¿Me atreveré yo acaso? ¿Me atreveré?
Tiempo para dar la vuelta y bajar por la escalera
con una coronilla calva en medio de mi cabellera.
Ellos dirán: «¡Ay, cómo el pelo se le está cayendo!»
Mi sacoleva, el cuello que apoya firmemente mi barbilla,
mi corbata, opulenta aunque modesta y bien asegurada
por un sencillo prendedor.
Ellos dirán: «¡Ay, cuán flacos tiene los brazos y las piernas!
¿Me aventuro yo acaso a perturbar el universo? En un minuto hay tiempo suficiente
para decisiones y revisiones que un minuto rectifica.
Pues ya los he conocido, conocido a todos:
conocido las tardes, las mañanas, los ocasos;
he medido mi vida con cucharitas de café,
conozco aquellas voces que fallecen en un salto mortal
bajo la música que llega desde el rincón lejano del salón
Entonces, ¿cómo he de presumir? Pues he conocido ya los ojos, conocido a todos,
los ojos que nos sellan en una mirada formulada
estando yo ya formulado, en un alfiler esparrancado;
bien clavado retorciéndome sobre la pared.
¿Cómo comenzar entonces a escupir las colillas de mis costumbres y mis días?
Entonces, ¿cómo he de presumir?
Pues he conocido ya los brazos, conocido a todos,
brazos de pulseras adornados, níveos y desnudos (más al fulgor de la lámpara cubiertos de leve vello de oro).
¿Será el perfume de un vestido
lo que me hace divagar así?
Brazos sobre una mesa reclinados o envueltos en los pliegues de un mantón.
Entonces ¿habré de presumir?
¿Y cómo he de comenzar acaso?
Diré tal vez: he paseado por callejuelas al ocaso
y he visto el humo que sube de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, sobre las ventanas reclinados.
Hubiera preferido ser un par de recias tenazas
que corren en el silencio de oceánicas terrazas.
¡Y la tarde, la incipiente noche, duerme sosegadamente!
Acariciada por unos dedos largos, dormida, exhausta… o haciéndose la enferma
sobre el suelo extendida, junto a ti, junto a mí.
¿Tendré fuerza bastante después del té y los helados y las tortas
para forzar la culminación de nuestro instante?
Aunque he gemido y he ayunado, he gemido y he rezado,
aunque he visto mi cabeza (algo ya calva) portada en una fuente,
yo no soy un profeta -y ello en realidad no importa demasiado-
he visto mi grandeza titubear en un instante,
he presenciado al Lacayo Eterno, con mi abrigo en sus manos, reírse con desprecio,
y al fin de cuentas, sentí miedo.
Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre las porcelanas, en medio de nuestra charla baladí,
hubiera valido la pena
morder con sonrisas la materia,
enrollar en una bola al universo
para arrojarla hacia algún interrogante abrumador.
Poder decir: «Soy Lázaro que regresa de la muerte
para os revelarlo todo, y así lo voy a hacer»…
Y si al poner en una almohada la cabeza, una dijera:
«No. No fue esto lo que quise decir.
No lo fue. De ninguna manera».
Hubiera valido la pena, al fin de cuentas,
sí hubiera valido la pena,
después de los ocasos, las zaguanes, las callejuelas salpicadas,
después de las novelas, de las tazas de té y de las faldas por los pisos arrastradas.
¿Después de todo esto y algo más?
Me es imposible decir justamente lo que siento.
Mas cual linterna mágica que proyecta diseños de nervios sobre la pantalla, hubiera valido la pena, si al colocar un almohadón o arrancar una bufanda,
volviendo la mirada a la ventana, una hubiese confesado:
«No. No fue esto lo que quise decir.
No lo fue. De ninguna manera».
No. No soy el príncipe Hamlet. Ni he debido serlo;
más bien uno de sus cortesanos acudientes, alguien capaz
de integrar un cortejo, dar comienzo a un par de escenas,
asesorar al príncipe; en síntesis, fácil instrumento,
deferente, presto siempre a servir,
político, cauto y asaz meticuloso.
A veces, en realidad, casi ridículo.
A veces tonto de capirote.
Me vence la vejez. Me vence la vejez.
Luciré el pantalón con la manga al revés.
¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me arriesgo a comer melocotones?
Me pondré pantalones de franela blanca y me iré a pasear a lo largo de la playa.
He oído allí cómo entre ellas se cantan las sirenas.
Mas no creo que me vayan a cantar a mí.
Las he visto nadando mar adentro sobre las crestas
de la marejada,
peinando las cabelleras níveas que va formando el oleaje
cuando de blanco y negro el viento encrespa el océano.
Nos hemos demorado demasiado en las cámaras del mar,
junto a ondinas adornadas con algas rojas y castañas,
hasta que voces humanas nos despiertan, y perecemos ahogados.
NOTA: Un abrazo muy especial para la gente de mi edad o mayor y para quienes aún no pasan de la infancia. Y mi pesar a quien traspasa ese tiempo entre la infancia y la vejez, porque es una jornada dolorosa y agotadora como la que siento.