Los Estados Unidos de Norteamérica surgieron en el mundo como la nueva expresión de la esperanza, la paz, el progreso y la libertad, autodefiniéndose como celosos guardianes de un continente históricamente saqueado por la nauseabunda putrefacción  de los viejos imperios europeos, devoradores insaciables de personas y de territorios.

Pero el celo no era sincero, el discurso se convirtió en tentación apologética y de interés  geopolítica particular.  Aunque John Quincy Adams elaboró la teoría  de “América para los Americanos”, tomada por el presidente del país del Norte James Monroe como suya en 1823, la cual establecía que  “cualquier intervención de los europeos en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención de los Estados Unidos de América”, terminó siendo la máxima  de “América para los norteamericanos”.

El interés pudo más que el amor, proclamando incluso que “los Estados Unidos al final no tenían amigos ni enemigos, sino intereses”.  Y así sucedió.  No solamente permitieron que imperios europeos como Inglaterra, Francia y España asaltaran como aves de rapiñas territorios americanos sino que ellos hicieron lo mismo en numerosos países nuestros, pisoteando su dignidad y su soberanía nacional, como ocurrió en el caso de Cuba, Dominicana y Haití para solo poner tres ejemplos en la “década del garrote” del nuevo imperialismo.

En cada país intervenido el pretexto era diferente, pero la acción y las consecuencias neocolonialistas eran las mismas. La deuda pública, el caos político, justificaron la anexión y las intervenciones a los países, legitimando el “orden”, asegurando las inversiones de negocios y adquisición de tierras, donde la industria azucarera era prioritaria y privilegiada.  El ciclo azucarero colonial era una nostalgia ante el surgimiento de un pujante crecimiento de esta industria en la región este del territorio nacional, donde al final las industrias extranjeras se quedaron como propietarias, dueñas de unas tierras para muchos usurpadas, usufructuando las riquezas dudosamente adquiridas.

“El Terrateniente” es una historia novelada del escritor Manuel Antonio Amiama, crónica de una epopeya y radiografía de una época, que describe las peripecias de un propietario, heredero de numerosas tierras en Hato Dorado, “cerca de La Romana, entre Quisqueya y Los Llanos” , localizado en la geografía de San Pedro de San Pedro de Macorís, en la región este del país, convulsiona por una vorágine de intrigas, falsedades, abusos, burdas falsificaciones de títulos de propiedad, robos, saqueos de tierra, prácticas corruptas de todo tipo, impunidad, opresión militar, arbitrariedades políticas, impunidad, durante la primera intervención Norteamérica al país. (1916.24).

El escritor Manuel Antonio Amiama

Genaro Gutiérrez, hijo realmente de un ex presidente del país, nacido y residente en Santa Bárbara, barrio tradicional colonial de la ciudad de Sano Domingo, era heredero de una inmensa cantidad de terrenos, más de ocho caballerías, que nunca había reclamado ni se había ocupado de ellas, trasladándose para recuperarlas a la ciudad de San Pedro de Macorís, donde no conocía a nadie, ni siquiera las tierras que le pertenecían.

 

Creyendo en la legitimización de sus tierras, como era en efecto y sobre todo en la verdad de la justicia, se encontró que esta era un mercado de corrupción a todos los niveles, que no era independiente y que no le interesaba la verdad sino las ganancias que podían obtenerse, asfixiada en un mundo de chismes, de intrigas y de corrupción. A pesar de todo eso, su fe en la misma era demasiado grande y logró conseguir a un abogado que aceptó llevar el caso a los tribunales, no por razones de justicia, sino por venganza personal.

Con enorme sorpresa conoció la noticia de que sus tierras estaban ocupadas por numerosas familias campesinas y estaban en producción por la acción mafiosa de Romualdo Carranza, quien las usufrutuaba con las intenciones de que por la ley de la ocupación y la antigüedad de los títulos de Genaro, terminara como legitimo propietario de estas tierras, herencia de su padre.

Ronualdo Carranza era un personaje de terror, chantajista, ladrón, pero como tenía relaciones con todas las instancias de poder y matones a su servicio, todo el mundo le temía, porque tomaba lo que para él era la verdad con sus manos, amparado en la impunidad y la corrupción. Cuando Carranza supo que Genaro tenía los títulos genuinos de las tierras que el usufructuaba ilegalmente y que había llevado su reclamación de estas tierras a los tribunales, lo visitó para intimidarlo y chantajearlo, ofreciéndole incluso una suma de dinero irrisoria y ofensiva por los mismos, que este rechazó con fuerza y dignidad.

El Gobierno de ocupación militar al final era el árbitro de regulación de la vida y el control de la población y aunque la misma estaba en desacuerdo con su presencia en el país, los más ricos, los poderosos, la élite de San Pedro de Macorís estaba relativamente satisfecha por la protección y los beneficios de sus colonias de caña al servicios de los ingenios azucareros. La intranquilidad y el desosiego venía de la existencia de “bandas de guerrilleros, que no eran más que unos delincuentes”, cuando en realidad eran campesinos y patriotas que habían sido despojados de sus tierras y luchaban en contra de los militares de ocupación, en desafiantes respuestas guerrilleras, los cuales terminaron catalogándolos como “gavilleros”, aunque han quedado a nivel popular, entre otras cosas,  como personajes mitológicos de fascinantes leyendas.

Carranza, personaje de intrigas y pactos secretos, fue denunciado como colaborador de los guerrilleros, cosa imperdonable para los gringos, fue hecho prisionero, pero salió con engaños, traicionando a los guerrilleros, los cuales posteriormente lo ajusticiaron. Genaro ganó el pleito en los tribunales, fue reconocido como legítimo dueño de las tierras que heredó de su padre. Se las vendió a una rica francesa que quedó viuda y ante el surgimiento de la danza de los millones en San Pedro de Macorís por el alza internacional del azúcar, adquirió una importante colonia azucarera, que posteriormente fue destrozada por la caída estrepitosa del azúcar en el mercado internacional que dejó en la quiebra a todo el mundo. Pero Genaro se asoció con la enigmática Georgina Leonetti, la viuda francesa y compraron derechos mineros que lo recuperó económicamente.

Es una novela fascinante, de un Amiama cronista y fotógrafo de la realidad social de la época en los últimos años de la ocupación norteamericana en San Pedro de Macorís.