No importa cuán graves y abismales sean las diferencias y contrariedades existentes entre países de diversas latitudes y longitudes hoy día. No solo poque los enemigos de hoy son los amigos de mañana y viceversa, sino porque ambos comparten en asuntos decisivos lo fundamental de la misma y única civilización vigente en los albores del siglo XXI. Lo que todos valoran y quieren se reduce por esencial igualdad -nada que ver con cantidades, modalidades y apariencias- al predominio político, a la manipulación social y a la explotación natural en el ámbito de un solo mercado de intercambios supuestamente libres e independientemente de valores intangibles.

Empleando una formulación afilosofada, las evidentes contraposiciones y escisiones de personas y países entre sí se justifican hoy día, más que a nivel de la cosa substancial en disputa, por los intereses particulares que cada adversario esgrime con relativa fuerza, de acuerdo a sus recursos, pasión y convicción.

Por tanto, así como el cuerpo humano consta de dos talones de Aquiles, uno en cada extremidad inferior, en nuestro mundo -metafóricamente hablando- uno está en occidente y el otro en oriente.  El mismo afán de ganancia y la misma ambición nacionalista y desmedida reaparecen por doquier individual y colectivamente como vulnerabilidad central de cada extremo. Más que la acumulación primitiva de sus respectivas riquezas y el subsiguiente poderío que ella le trajo -dado que estos conciernen únicamente  adiciones de cosas cuantitativas y excluyentes- ahora se trata de la proliferación de la mismísima falla de civilización por toda partes.

 ¿A qué falla me refiero?

Vivimos en tiempos del rotundo olvido práctico de qué es y de qué depende la edificación sostenible de una civilización. Una civilización no es la acumulación de cosas y riquezas contables, sino la contrucción de un orden de social en función del cual cada sujeto sea cada vez más civilizado, y mientras más sean reconocidos por iguales, menos empobrecimiento de su principal capital, el humano. El meollo de la cuestión en ese contexto es, por consiguiente, reconocer y aunar como iguales a los unos y a los otros de manera que el mismo modo de vida sea compartible por todos equitativamente; léase bien: no exclusivamente por un 99% de la población mundial excluida de facto del mísero 1% de ella que es la que ostenta de por sí toda la riqueza y bienestar.

La totalidad del crecimiento tangible y loable de nuestra civilización, a nivel mundial, así como nacional, no materializa ni adiciona visos de encaminarse a una nueva gran transformación como aquella que de hecho y de derecho dio paso evolutivo a su origen contemporáneo.

La civilización actual inició su última gran transformación -perdón por el neologismo- `civilizadora´ concretamente en medio de una celebración de adviento que tuvo lugar en un oscuro templo en construcción del entonces diminuto villorrio de Santo Domingo, en el mismo trayecto antillano del sol. Fue allí en el que todo comenzó cuando se reclamó a los más poderosos de aquel lugar que los otros también son humanos. Ese solo principio despejó el camino de la civilidad contemporánea. Y lo logró, con notable anterioridad temporal a todo lo que propició el solo reclamo de civilizar en la languideciente sociedad feudal: la movilidad social, el surgimiento de nuevos talentos que auparon por fin la revolución científico-tecnológica, así como el crecimiento demográfico, la versatilidad y expansión del aparato productivo tecnológico, la aspiración democrática y, desde entonces, la adaptabilidad cultural a nuevas y fluidas formas ordenamiento socio-ambiental y de modos de vida.

Lo que hace única y perenne la transformación a inicios del siglo décimoquinto es que el ser humano no es una isla ni un archipiélago, pues es social. No tanto por su acepción aristotélica, sino debido a su intrínseca sociabilidad. Lejos de Robinson Crusoe y de Superman, todos y cada uno de los que no somos ficción convivimos, compartimos secretos y somos sociables. Y, por tanto, cuanto más sociables, más felicidad, significado y satisfacción somos capaces de lograr y de transmitir. Nuestra misma libertad -y en particular la del sujeto humano individual en tanto que es libre incluso de sí mismo- necesita y depende del entramado social y de las relaciones sociales que la sustentan. Y, por igual, de la continua institucionalización, usufructo, comunicación y ampliación de su propia base de formación.

Luego de tantos vericuetos y zarandeos temporales e históricos, civilizar viene a ser, -no dominar, conquistar, tener, acumular, forzar, reiterar y repetir metódicamente sino- edificar en la conciencia cívica y en el libre arbitrio de cada quien modos de vida sustentables. Mientras más sujetos se reunan y permanezcan más tiempo unidos, más se enriquece y perdura el cuerpo social; cuantos menos, menos se beneficia y más se empobrece. Así se descubre que los otros también son personas, no solo yo o nosotros. Así de activa e interdependiente, la civilización constituye la piedra angular del desarrollo humano en el espacio y en el tiempo desde aquella celebración dominicanal debido a la ardua lucha universal por el reconocimiento y tratamiento de los otros como personas iguales a nosotras mismas.

En tan soberbio esfuerzo, una civilización conveniente y en expansión es aquella que más dignifica y gratifica al ser humano mientras produce convervando el medio ambiente y lo conserva produciendo. Mientras más lo haga mejor y sobre todo en la medida en que incluya a todos por igual. Su virtuosidad y fortaleza vienen dadas por su capacidad de integrar como personas y aunar a todos con análogo esfuerzo en la consecución de un bien tenido como común. Por vía de consecuencia, lo anterior implica necesariamente mantenerse alejada por principio y fundamento de la autopreservación endogámica, es decir, aquella que pretende perpetuar como privilegiados o dechados de la fortuna a los mismos connaturales que agotan sus potencialidades únicamente entre sí y apartados de los demás.

De no ser así, cualquier civilización -por contemporánea que sea- exhibirá pies de arcilla. Sus débiles y vulnerables talones estarán siempre expuestos a cualquier flecha inteligente. Flechas que, lanzadas hacia arriba según el canto de Homero en la Odisea, encuentra más temprano que tarde el lado débil de novedosos y olvidadizos usurpadores émulos de Aquiles.

Por consiguiente, hágase del tema memoria. Los humanos somos y mientras lo seamos seguiremos siendo seres sociales. En ese contexto, no hay darwinismo social capaz de compartir y civilizar a más de un 1% de la población humana. Esta reconcepción es eminente excluyente y desintegradora. Y lo es porque olvida o niega, o ambas cosas al mismo tiempo, qué es lo que funda, institucionaliza y sustenta el auge de cualquier civilización temporal de nosotros, animales sociales, emotivos y racionales.

Retomaré esa cuestión a modo de conclusión en un trabajo próximo.