De joven oía hablar de la dialéctica, revestida de espeso incienso, y cómo por medio de ella los contrarios pasan de bando y se confunden entre sí. Pues bien, sin pronunciarme sobre el valor de esa lógica, constato que en nuestra actualidad histórica Occidente pasa a Oriente al mismo tiempo que este comienza a parecerse a aquél.

¿Cómo explicar tal fenómeno? Me refiero a esa apariencia según la cual el vencedor termina arropado por el vencido, así como en la Antigüedad Roma conquista ciudades-estados griegos y pasa a enarebolar esa otra civilización; o tribus bárbaras invaden a los romanos y devienen, fuera de las siete colinas esta vez, romanos de corazón[1]. Así, pues, una pista de interpretación la proporciona el progresivo retiro occidental del mundo oriental que creyó dominar.

Quizás desde mucho antes, pero de manera llamativa más recientemente la retirada de Occidente comenzó con la caída del comunismo en 1989. Las élites de poder triunfantes, en una serie de intentos por rehacer el mundo a su democrática imagen y semejanza liberal, abandonaron y perdieron batallas estratégicas. El resultado final de su intento tres veces fallido -exportar su sistema de gobierno democrático, imponer su concepción del orden mundial para lograr por fin la “paz eterna” kanteana y controlar el modo de producción destinado a hacernos a todos tan ricos como riqueza tengan nuestras respectivas naciones- es que los estados occidentales son hoy más débiles y están más amenazados que en décadas anteriores.

Pero lo advierto de inmediato. Craso error el de quien siga -consciente o inconscientemente- bajo el influjo conceptual de Samuel Hungtington. En efecto, con dicho retroceso y debacle, como alecciona últimamente el caso de Afganistán, no asisimos a la derrota de las ideas y los valores liberales del mundo occidental. Al revés, y hasta prueba en contrario, las ideologías occidentales -concebidas en Europa y puestas en práctica en suelo estadounidense, como vanguardia del pelotón- circunscriben y gobiernan el mundo contemporáneo. Y lo hacen, independientemente de las posiciones geográficas de los actores y sus respectivos estados nacionales. Como certifica Michel-Rolph Trouillot, “en términos puramente empíricos las diferencias entre las sociedades Occidentales y no Occidentales son más borrosas que nunca antes”.

Para entender lo que acontece conviene olvidar eso de la ideologizada, por no escribir aquí afrancesada, Era de los Post. Ni siquiera hemos experimentado en el presente a vivir como sucediera con otras generaciones, el pasar de un día anterior a otro posterior, por ejemplo, pasando del período colonialista al post coloniali. Puede hablarse de post verdad, pero esta sigue siendo la referencia; y de post modernidad, aunque el ilustrado yo humano por opacado que se le retenga es el que sigue conversando, concibiendo, corrigiengo y programando todo lo demás. Y otro tanto cuantas veces comentan sobre la post ciencia teórica y demás manifestaiones del continuo cambio líquido que nos llevan de cabeza a la IA (inteligencia artificial). Sin embargo, no es que no llegaremos allá, sino que ningún Moisés ha entradó por ahora en la tierra prometida.

En la actualidad al menos no habitamos un mundo post neoliberal y ni siquiera post liberal. Invictos guerreros doblemente anti colonialistas y anti imperialistas de hace solo unas décadas; y obcecados detractores y contrincantes del mercado libre y del capitalismo de ayer y de hoy, intervienen -los primeros- exitosamene en el mercado libre y se acogen a sus normativas para atraer y retener capitales capitalistas; mientras que los otros -los segundos- denuncian embargos del gran capital con el propósito expreso de que se le ponga fin a esa aberración y, por ende, … que a ellos también se les permita participar en la misma feria y con el mismo reglamento que a todos los demás.

He ahí por qué Vietnam y Cuba -por limitar la ejemplaridad a solo dos caso sonoros que ilustran arquetipos diversos de la temporalidad- son íconos divergentes de una única realidad paranoica.

En el fondo de todas las cosas, el ego cartesiano de los líderes y no solo de estos perdura como Juancito el Caminador: tan campante. Él aún escudriña, piensa, decide, labora, suspira, desea, se desvanece, se sistematiza, se reproduce y se automatiza. Solo él y nosotros sabemos cuánto y cuándo acertamos o erramos. Por demás, mientras juzgamos, sonreimos, actuamos, contemplamos o recitamos una última obra poética a Hyperion o leemos unas páginas dedicadas a Ulises desde algún Paraíso terrenal, seguimos intuyéndolo y reconociéndolo; incluso, al imaginar y prever la por ahora lúdica era anunciada de carácter post apocalíptica y repleta de androides supuestamente autoprogramados y mejor concebidos que nosotros.

Llegará el día, -aunque por supuesto todavía no-, en el que solo las computadoras ordenarán y responderán, pues por ahora la inteligencia humana es la que pesquisa, intuye, anhela, desea, explica y transforma lo que es y debe ser Sin embargo, cuando aquel día llegue, si finalmente llega tal y como se anuncia bajo el encanto del último algoritmo, la cosa será monolíticamente idéntica por doquier. Todo pemanecerá indistinto e indiferente en frente de las líneas torcidas de cada sujeto humano con las que hayamos trazado el camino de nuestras buenas y malas intenciones relegadas para siempre en el ayer.

Ahora bien, si fuera prescindible aquella era de los encantos Post -que como canto de sirenas interviene por ahora el curso de la odisea humana-, ni el mundo occidental está presto a  desaparecer de inmediato ni nada por el estilo. Ya fue dicho. La aparente evanescencia de lo que Occidente pueda representar no es ni más ni menos que su indiscutible predominio y expansión mimética en el subsiguiente capítulo histórico del universo oriental.

Al sumergirnos en las olas de tantos argumentos y contrargumentos, descubrimos que la creíble inevitabilidad del derrumbe de la civilización occidental blandida por el Tío Sam es una variante complementaria e inteligente de la comprensión de un Huntington hegeliano a propósito del choque de civilizaciones. Se trata de una colisión sumida por la comprensión teleológica de la necesidad que pronóstica como inevitable la supremacía de China luego de su occidentalizado despertar científico-tecnológico-industrial y a una avanzada económica de libre mercado; y todo eso, orquestado bajo la modalidad directiva de un régimen político de fuerza, tan centralizado y absoluto como el de cualquier Leviatán inglés.

Es como dijimos al inicio. Roma coquista a los griegos, los bárbaros a Roma y, por vía de consecuencia dialéctica, el mundo termina aunque con otro disfraz conforme -de manera predominante- al espíritu de formación civil del griego. En el gran teatro del mundo, la misma obra pareciera ser que se repite ahora teniendo como actores principales los mundos: el occidental, tildado de democrático y libre,  y el oriental, designado de despótico y empobrecedor.

Sin embargo, a la hora de indagar cuál de los dos -Occidente u Oriente- primará al final -asumiendo que haya final y que llegue a ser visto y no solo previsto-, me acojo al modismo dominicano: `asegún´. A corto plazo la civilización encabezada por el susodicho tío (menos simpático que buen vecino) y, a largo plazo el poderoso y autoritario coloso épico, otra vez travieso bajo el estigma y predominio occidental.

A propósito de dicho desenlace temporal aventuraré algunas reflexiones en un próximo escrito.

[1] Proceso histórico, dicho sea a vuelo de pájaro, a contracorriente de lo sucedido en América, donde naciones europeas impusieron su dominio imperial, pero sin asumir a los conquistados sometidos.