Desde que tuve la oportunidad de familiarizarme con “la gran transformación” que generó el mercado, tal y como la entendía Karl Polanyi, me sentí confiado de poder explicar cuanto evento sociocultural fuera inherente al mundo occidental. Lamentablemente, así como la dicha dura poco en la casa del pobre, en la de la pesquisa intelectual siempre interviene algún discípulo de Heráclito que la arruina.

Y, en efecto, recientemente el profesor universitario israelí Yuval Noah Harari desinfló mi confianza intelectual. Sapiens no sabe tanto. Justo cuando creía que montado sobre sucesivas revoluciones científico-tecnológicas íbamos enrumbados a la divinidad como Homo Deus, caigo del caballo como cualquier otro Pablo de Tarso. ¿Por qué? Justo al final de su recorrido Harari advierte que aquel aristotélico bípedo sin plumas racional y social, a pesar de todo su saber, poder y hacer, ni siquiera sabe hacia donde va.

Pudiera ser que, al igual que una manada en estampida, no llevemos una brújula teleológica que marque la ruta, en cuyo caso la historia de la humanidad sería el eterno retorno de lo mismo, a la hechura del mítico Sísifo que -condenado por dioses antropomórficos- afana subiendo y descendiendo circularmente una y otra vez, hasta el sin fin de su existencia mortal.

Así, pues, hasta ahí llegó mi fe laica -no hablo de alguna otra en estas cuartillas- en el mercado. Y por ende Polanyi finalmente descansa fuera de mi mente, dicho sea de paso, más dubitativa que la cartesiana.

Pero ¿y qué si, aun cuando todavía no lo sepamos, nos apresuramos como civilización al término final de la nuestra y al surgimiento de algo nuevo y eventualmente mejor? A nivel de lo deseable, no tiene que ser el surgimiento de algo último y apocalíptico, suficiente con que no sea una civilización peor y más incierta que la actual.

En medio de las tinieblas del día a día, y por motivos solamente especulativos, tanteo una respuesta razonable y sensata a dicha pregunta. Y lo advierto con toda ingenuidad: me expongo al ridículo porque suelo sostener que, aún en medio de la última pandemia que afecta a los humanos, hay incidentes entre la vida y la muerte que confirman que a toda oruga que se lanza al vacío le brotan alas.

Inicio la pesquisa -en aras de un porvenir de convivencia renovado y mejor- analizando un hecho a la vista de todo el mundo. No pretendo que ese acontecimiento sea el más relevante, aunque sí tan significativo como el que más. Me refiero a la retirada estadounidense y de sus aliados por la puerta de atrás de Afganistán.

Dígase de ese evento transcrito ya en los arcanos históricos todo lo que amerita ser dicho. Lo que no podrá ser silenciado es que Estados Unidos de -así escribe su nombre- América sigue representando la vanguardia contemporánea del autodenominado mundo libre y occidental. Incluso para algunos es jefe y líder de los guardianes de la democracia y encarnación de excelsos valores de civilidad enraizados en la tradición judeocristiana y occidental.

De ahí un primer motivo de atención. Ni ellos ni nadie después de 1945 (fin de la II Guerra Mundial), o a lo más 1953 (Guerra de Corea), han sido capaces de imponer la democracia y la concepción axiológica del mundo occidental que ellos representan o así lo hacen creer.

Tras la más larga de las decenas de campañas militares y de guerras que ha protagonizado Estados Unidos en sus años de existencia, el ejército más costoso y mejor entrenado y equipado desde la década de los años 40 del siglo pasado sale nueva vez del terreno, tomado de la mano con sus aliados, por la puerta de atrás. Pero eso es, perdónenme quienes saben sumar y más que todo de altas finanzas, peccata minuta, pues algo queda claro tras la crueldad y el costo en vidas humanas de esa y otras tantos conflictos y acciones bélicas.

En Afganistán, como escribe Moisés Naím, aprendimos que la democracia -y añado de mi parte: la libertad y la conciencia cívica- no se exportan ni la venden en algún colmado a la vuelta de la esquina. Y, por añadidura debiéramos aprender que, a la hora de bajar de un cielo ocupado por la nube virtual y poner los pies -no en Google Earth, sino- en la tierra polvorienta del campo de batalla ocupado por contrincantes de carne y hueso, los militares estadounidenses distan de ser los más eficientes del mundo.

Quizás por eso, desechando la maquinaria teleológica de los acontecimientos narrados en la historia universal, por medio de sucesivos forzados pases de una a otra de sus civilizaciones, hizo falta la intuición literaria de un premio Nobel peruano para poner los eventos en contexto: el mundo sigue dividido -¿según el estribillo veterotestamentario: (no hay) nada nuevo bajo el sol?- entre civilización y barbarie.

De ahí que algunos ciudadanos del mundo como Mario Vargas Llosa propongan una especie de nueva cruzada -aunque no necesariamente medieval- porque “el mundo libre necesita defensa y el liderazgo de EE UU”. Enfrentados a esa gesta, no faltan quienes miran dicha propuesta con recelo y buscan que el sol futuro encuentre cuanto antes su alba en la imponente China o en la noble Rusia venida a menos.

A mi entender, con esos anhelos minusvaloran tres hechos concurrentes. Primero, la nación de Putin no deja de ser un poder de segunda categoría, en posesión únicamente de rezagadas ojivas nucleares, amén de gas y petróleo y por eso -tal y como aducen quienes la menosprecian- si desapareciera de la faz de la tierra no se la extrañaría.

El segundo hecho concurrente, bajo la actual somp-dinastía de un partido y un líder omnímodo -con más poder que Luis XIV cuando encarnaba al Estado, y más ambición y orgullo que Felipe II mientras constataba que el sol no dormía en su imperio- está acordonado por seculares enemigos asiáticos (muchos de los cuales cuentan hoy día con más ingeniosidad, productividad y bienestar que ese gran coloso) y padece de un cuerpo social en sí mismo quebrantado (debido a tantas etnias contrapuestas en su dominio y la reforzada imposición de uniformidad y total control con que se las vuelve a regir).

Y tercero, para acabar de remover el porvenir de nuestra civilización en el ámbito de estas cuartillas, no miraré hacia arriba, como recientemente solicitaba un film salido de Netflix, pero sí hacia un norte tan revuelto y brutal como el de tiempos idos. Ante él, vale aquello de que ningún reino dividido contra sí mismo puede permanecer. Sobre todo, cuando está sometido a embates contrapuestos, por un lado, de ultra libertarios lidereados de la mano interesada de trumpistas aguerridos, y por otro lado, de reactivos timoratos asediados en la guarnición democrática. Ambos lados, dicho sea de paso, están igualmente expuestos a despertar al unísono del sueño estadounidense del triunfo y del confort, por efecto de las apremiantes ráfagas de todo lo que el viento se llevó.

Por consiguiente, posponiendo la respuesta a aquello de si procede decirle que sí o que no a la cruzada que sea, me preocupa más una cuestión fundamental: despejar el destino -entendido este no como clásico fatum grecolatino, sino como término final o fin – de “la decadencia de Occidente”. Se trata de un fin tan presagiado hace siglos por grandes pensadores europeos, como insospechado luego del derrumbe del muro de Jericó en Berlín y la ruptura de la cortina de hierro en la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Tanto me preocupan las consecuencias de esa supuesta decadencia y fin de la preeminencia de Occidente que seguiré analizando el mismo tema.