Sin capacidad para hacer frente a las bandas de criminales que impiden el suministro de bienes esenciales a la población y a las crecientes protestas, el primer ministro haitiano, Ariel Henry, ha solicitado formalmente la ayuda militar extranjera para frenar una crisis humanitaria que amenaza la vida de sus ciudadanos.

Se veía venir. Sin el despliegue de una fuerza militar especializada, en cantidad suficiente, como lo demanda el gobierno haitiano, es muy difícil restablecer el orden en Haití.

Pero el país necesita más que eso. Todo esfuerzo dirigido a restablecer el orden que no venga acompañado de un plan de rescate está condenado al fracaso. En lo inmediato, disminuir la hambruna, restablecer los precarios servicios de salud y educación y el suministro de combustible y agua potable. A mediano y largo plazo, elevar el capital físico y humano y acciones concretas para fortalecer la gobernanza y las instituciones.

Luego del terremoto de 2010, el director general del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn, llamó a los Estados del mundo a lanzar una especie de plan Marshall para Haití. Para utilizar sus propias palabras, dijo que no podía ser una simple ayuda puntual, sino algo más vasto, que implicara la reconstrucción del país, como se hizo en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial.

Y no podía ser de otra manera. Toda proporción guardada, la destrucción, tanto provocada por el hombre como por la naturaleza, que ha sufrido Haití desde su independencia, en 1804, hasta hoy, es superior a la destrucción que sufrió Europa del Oeste durante la última guerra.

La reconstrucción del viejo continente se concretizó porque fluyeron los capitales. Esto, sumado a la calidad de sus recursos humanos y al desarrollo científico-técnico acumulado, permitió que resurgiera de sus cenizas en poco tiempo.

Otra es la historia de Haití, el país más maltratado por el capitalismo mundial. Allí, la ayuda siempre ha sido muy por debajo de la magnitud de sus crisis y la pobreza generalizada no ha permitido el desarrollo de sus recursos humanos; los pocos que ha podido desarrollar, han emprendido el camino del exilio.

La “generosidad” de los Estados Unidos frente a la Europa devastada por los bombardeos nazis (fue más bien la explotación de una ocasión de negocio) contrasta con la tacañería que exhibe frente a Haití, país al que tiene tanto que agradecer su emergencia como potencia que a la misma Europa.

Recordemos que Haití fue el primer país que venció la esclavitud y puso fin a la hegemonía francesa en América. Esto abrió las puertas a la nueva nación para devenir el gigante que es hoy.

La derrota que sufrió la armada de Napoleón Bonaparte el 18 de noviembre de 1803, de manos de Jean-Jacques Dessalines, implicó para Francia la pérdida de su cuartel general en el nuevo mundo: Cabo Francés, luego rebautizado Cabo Haitiano.

Esa victoria de los esclavos haitianos sobre las fuerzas colonialistas permitió a los americanos la compra de la Luisiana. Desde entonces, la nueva nación duplica su talla, añadiendo un vasto territorio que va del oeste del río Misisipi hasta las montañas Rocosas, y del golfo de México hasta la frontera con Canadá, por la ridícula suma de 80 millones de francos (equivalentes a 15 millones de dólares de la época).

Es pues gracias a Haití que termina el sueño francés de tener a América dentro de su imperio.

Hoy, como ayer, ninguna potencia se siente comprometida a pagar favores históricos, pero eso no debería impedirles pensar en su presente y en su futuro.

La presencia de los Estados Unidos en el subcontinente latinoamericano (cada vez más disminuida) estará comprometida mientras allí existan fuertes elementos perturbadores de su estabilidad.

Y yo no veo cómo mantener esa estabilidad con un Estado casi inexistente enclavado en el mismo corazón de América, un verdadero regalo para las mafias internacionales que se enriquecen con el tráfico de armas y drogas.

Además, ese Estado, que ha devenido un infierno sobre la tierra, hace huir a su gente hacia otros países de la región.

Frente el estupor del terremoto de 2010, que dejó un saldo de más de 200,000 muertos y 1.5 millones de personas sin hogar, nos hicimos la ilusión de que esta vez el mundo se movilizaría para ayudar a Haití a salir a flote. Pero muy poca cosa se hizo, por eso hoy su situación es tan dramática como en el momento de la tragedia.

Los dineros recolectados por las Naciones Unidas y otros organismos internacionales para la reconstrucción del país, puestos en manos de las camarillas que tradicionalmente allí ostentan el poder, se esfumaron rápidamente. Experiencia que no debería repetirse.

Ojalá que esta vez las cosas sean diferentes, que la ayuda militar que llegue para erradicar las bandas de matones que azotan el país venga acompañada de los recursos necesarios para la reconstrucción del país y, sobre todo, de la voluntad de acompañar a los haitianos a construir el país que quieren.

Ya es hora de desistir de las camarillas que tradicionalmente han ostentado el poder en ese país y tener en cuenta a nuevos actores.

Y no hay excusa para decir que no los hay. Desde principio de este año, el equipo coordinador del Acuerdo de Montana, firmado por cientos de organizaciones y gremios, presentó una propuesta de gobierno de dos años, dirigida a sortear la aguda crisis del país y a realizar elecciones al término del periodo. La persona propuesta para el puesto de presidente interino es el economista Fritz Alphonse Jean.

He aquí una propuesta, producto de un esfuerzo de concertación de los haitianos, que la comunidad internacional debería tomar en cuenta para ayudar a los haitianos como necesitan que los ayuden: acompañándolos, no suplantándolos, como se ha venido haciendo hasta ahora.

Por su ubicación geográfica, tamaño de su población y su historia Haití tiene potencialidades para mejor suerte, pero necesita de una ayuda efectiva y de esfuerzos concertados con los sectores que están dispuestos a trabajar por un país mejor.