Allí coincidíamos de vez en cuando, como coincidíamos en El Roxi o el Panamericano de la Calle El Conde. Pero esos bares tenían más postín y tenían aire, aire acondicionado.
No lo recuerdo bien, El Sordo era quizás un garaje o un cobertizo adosado a una casa del malecón, una especie de bar frente al mar, donde se sentía la brisa marina y el salitre, apenas una techumbre sin paredes, con una barra al fondo, una típica repisa con bebidas y unas cuantos mesas. Una nevera, una hielera. Esas cosas. Era, en resumen, un sitio desnudo y sin encanto que nos parecía muy acogedor. Además los precios eran inmejorables.
El nombre que le dábamos tenía que ver con su propietario. Él era el sordo, Un señor amable y taciturno que estaba casi siempre mirando hacia ninguna parte, con la mirada perdida en el vacío y el silencio. No recuerdo si alguna vez lo escuchamos hablar o si hablaba.
El grupo era heterogéneo, un verdadero grupo de amigos y enemigos íntimos. Había uno que no bebía alcohol ni fumaba, otros bebían y fumaban, otros se conformaban con beber y había uno —el más difícil de todos— que bebía y olía. Se comportaba como un típico revolucionario de salón, de esos que se ven urgidos a cada momento a emitir proclamas y reivindicar su vocación proletaria. Al parecer se bañaba pocas veces o economizaba en el jabón o se lo exigía (el no bañarse) su moral revolucionaria. En ocasiones se ponía agrio como una piña, incómodo de respirar, hasta que la brisa diseminaba los olores y los tragos anestesiaban el olfato. Todos le agradecíamos cuando no asistía a las bebentinas.
En fin, que en el bar del Sordo dedicábamos el tiempo a pasar el rato, a disipar, a no hacer nada, a disfrutar de unos tragos, aparte de hablar mal del gobierno del infame Balaguer, que ni siquiera se enteraba.
La elección de los tragos era algo delicado y generalmente tomaba un tiempo. Algunos preferían un taparoja y otros un caregato, que era la forma en que se identificaban algunas marcas de ron. El whisky, siempre apetecido, no estaba permitido porque no lo aguantaban las finanzas.
Una vez hechos los pedidos y consumados los preparativos, se derramaba el trago de los muertos, y al poco rato se ordenaba que trajeran más hielo, más limón, más Coca-Cola. El ron había que llevarlo al paso para que la cuenta —que se pagaría haciendo una colecta, un serrucho— no pasara de cinco o siete pesos.
Entonces comenzábamos a platicar, a discutir, hablando a veces todos a la vez. Ocasionalmente alguien leía un poema, unos de esos engendros que ahora llaman poemas y de inmediato, como decía Fabio Fiallo, volaban los elogios en redor. Como enjambre de alegres mariposas volaban los elogios en redor. Enjambres y elogios inmerecidos.
A veces jugábamos o intentábamos jugar al Cadáver exquisito, improvisar poemas, construir entre todos un poema plural según la técnica de los surrealistas de 1925. Ellos pretendían, y dudo que alguna vez lo lograran, crear en forma instintiva y anónima y grupal una poesía automática que se les daba mejor consumiendo ciertas sustancias que los llevaban a un estado hipnótico o semiinconsciente y que nosotros sustituíamos por el Cuba Libre.
Cada poeta escribía un verso, o algo que llamaba verso, y se lo pasaba a otro poeta y éste a otro y a otro hasta que al final nacía el poema que nunca tenía sentido, aunque algunos se lo encontraban maravilloso. Además, el poeta revolucionario tenía tan mala letra que ni el mismo entendía lo que escribía. Lo cual, por otra parte, añadía una dimensión desconocida al Cadáver.
A pesar del prestigio de los inventores o cultores originales del juego (entre los que se contaban Paul Éluart. André Bretón y aTristan Tzara), lo de el Cadáver Exquisito siempre me pareció una tontería, un juego tonto, sin importar lo bonito, lo elevado y culto que suena en francés.
De hecho, no me interesaba participar y no participaba casi nunca. Pero yo no era poeta sino crítico literario y los poetas me tenían a menos. Tan a menos como yo los tenía a ellos.
De aquellos encuentros algunos salíamos al final como decía o creo que decía Li Po Tai:
«Cuando voy al río nunca estoy sólo.
Me acompaña mi sombra y la botella, cuando regreso,
la sombra se me enreda entre los pies».
A mi la sombra se me enreda ahora en la cabeza. Recuerdo como si esas cosas hubieran pasado como en sueño. Lo que disfrutábamos en lo del Sordo era la juventud que ya se fue. La vida que ya casi se fue. Uno de los del grupo, el mejor de todos, el que no fumaba ni bebía, murió de cirrosis y fue el primero en morir y murió joven, dos murieron a causa de accidentes cerebrales, otro por causas desconocidas y uno fue asesinado en muy escabrosas circunstancias. Murió de mala muerte. Muy mala muerte. Los demás estamos en lista de espera. El revolucionario de salón hizo fortuna y vive en una torre de lujo con los mejores cuidados y atenciones. Otro vive en Estados Unidos y yo vivo en mi casa. Me sostiene, mientras tanto, el humor, este humor negro del que no puedo prescindir. El duende juguetón que me acogota. Me sostienen las ganas de fuñir. Esta extraña lucidez que de cuando en cuando me arrebata. Me sostiene esta magia de escribir.