Recientemente, mientras conversaba con un amigo, surgió una afirmación que, a primera vista, podría parecer un principio protector: “Los hombres lo que hacen es proteger a las mujeres”. Esta idea, aunque parece inofensiva, encierra una profunda y peligrosa falacia. El caso de Gisèle y Dominique Pélicot es una ilustración contundente de por qué esta visión es incorrecta y cómo el silencio y la complicidad entre los hombres pueden agravar la violencia sexual.
Gisèle y Dominique Pélicot nos ofrecen un triste ejemplo de cómo la cultura machista y el pacto patriarcal pueden influir en la conducta humana. Gisèle, una mujer que debería haber sido valorada y respetada, se vio atrapada en un entorno en el que la violencia y el abuso eran sistemáticamente aceptados. Dominique, por su parte, encarna a aquellos que, en lugar de desafiar el machismo y las actitudes predatorias, se adhieren a un comportamiento depredador. Este caso no es aislado; es una manifestación pública de un problema más profundo y extendido en nuestra sociedad.
La cultura machista, que sexualiza el cuerpo de las mujeres y les niega la autonomía sobre sus propios cuerpos, contribuye significativamente a la vulnerabilización de las mujeres frente a la violencia sexual. Las mujeres a menudo se ven atrapadas en un sistema donde su valor y dignidad se ven subordinados a los deseos y comportamientos de los hombres. Esta realidad es el resultado de un pacto patriarcal que permite y a veces incluso alienta la violencia sexual. Como apunta la socióloga Silvia Federici, “el patriarcado no solo se manifiesta en el control directo de los cuerpos de las mujeres, sino también en la regulación de su espacio público y privado” (Federici, 2012).
Este pacto patriarcal se refuerza en la conducta de manada, donde los hombres en grupo perpetúan y justifican comportamientos agresivos hacia las mujeres. La conducta de manada no solo normaliza la violencia, sino que castiga a aquellos que intentan desafiar este sistema. Como el académico Michael Kimmel señala, “la masculinidad hegemónica prevalece porque es la que no se cuestiona ni se desafía. El silencio de los hombres acerca de los comportamientos agresivos refuerza esta hegemonía” (Kimmel, 2008). Este silencio y la falta de cuestionamiento son fundamentales para la perpetuación de la violencia sexual. La complicidad de muchos hombres, ya sea activa o pasiva, contribuye a mantener un sistema que permite que la violencia y el abuso continúen sin ser cuestionados.
El caso de Gisèle y Dominique Pélicot es un recordatorio doloroso de la urgente necesidad de enfrentar y cambiar las estructuras que perpetúan la violencia sexual.
Es crucial reconocer que no todos los hombres son parte del problema, pero una gran parte sí se encuentra asediada por una cultura que minimiza o ignora la violencia sexual. Este reconocimiento no debe llevarnos a la desconfianza hacia todos los hombres, sino a un llamado a la acción para que aquellos que no participan activamente en la violencia se conviertan en aliados en la lucha contra ella.
Para abordar de manera efectiva la violencia sexual, es esencial adoptar medidas específicas y realizables. Primero, se debe fomentar la educación sexual desde una edad temprana sobre el respeto mutuo, el consentimiento y la igualdad de género. Esto no solo implica programas educativos en las escuelas, sino también iniciativas comunitarias y campañas de sensibilización que lleguen a todos los rincones de la sociedad. Es fundamental que estos programas se enfoquen en desmantelar las nociones de superioridad masculina y el derecho de los hombres a controlar el cuerpo de las mujeres.
En segundo lugar, se necesita una mayor participación de los hombres en la lucha contra la violencia sexual. Los hombres deben involucrarse activamente en conversaciones sobre la masculinidad hegemonica y cuestionar sus propias actitudes y comportamientos. Crear espacios seguros donde los hombres puedan hablar abiertamente sobre estos temas sin temor a ser juzgados puede ser un primer paso importante. Como sostiene bell hooks, “la liberación de las mujeres está intrínsecamente ligada a la liberación de los hombres de la presión de conformarse a las normas de género opresivas” (hooks, 2000). Promover un modelo de masculinidad que no se base en la dominación y el control es crucial para cambiar la cultura.
Además, se deben fortalecer los sistemas de apoyo a las víctimas de violencia sexual. Esto incluye garantizar el acceso a servicios de salud, apoyo psicológico y asesoramiento legal. Las instituciones deben trabajar para que las denuncias de violencia sexual sean tratadas con seriedad y las víctimas reciban el respaldo necesario para buscar justicia. Es fundamental que los procesos legales sean sensibles y respetuosos, evitando la revictimización de las personas que ya han sufrido abusos.
Por último, es esencial trabajar para cambiar las representaciones culturales de las mujeres y desafiar la sexualización que las convierte en objetos de deseo. Los medios de comunicación y la cultura popular juegan un papel significativo en la formación de actitudes y percepciones. Promover una imagen más equitativa y respetuosa de las mujeres en estos espacios puede contribuir a la creación de una cultura que respete y valore la dignidad de todas las personas.
El caso de Gisèle y Dominique Pélicot es un recordatorio doloroso de la urgente necesidad de enfrentar y cambiar las estructuras que perpetúan la violencia sexual. El silencio y la complicidad entre los hombres son parte del problema, y solo mediante un esfuerzo consciente y colectivo podemos comenzar a construir una sociedad en la que la violencia sexual sea efectivamente erradicada. La responsabilidad de cambiar esta realidad recae en todos nosotros, especialmente en aquellos que, aunque no participen directamente en la violencia, deben desafiar y transformar las normas culturales que la perpetúan.