Mis palabras irritarán a muchos; no importa, el pensamiento independiente es casi siempre impopular”. Octavio Paz

El ser y el no ser abren campo a esa sempiterna dicotomía que resulta tan compleja de resolver en el área del pensamiento. Y lo es, desde el mismo instante en el que te defines a ti mismo asumiéndote como intelectual y ofreciendo tu piel al escrutinio de muchos que pueden lacerarla con diferentes látigos, desde la más absoluta indiferencia hasta el encierro en una ergástula, el ostracismo o el mismísimo exilio. Existen variopintos molinos de viento a los que una persona de pensamiento crítico ha de enfrentarse. Uno de ellos, quizás el más habitual, sea el de renunciar de modo consciente a aceptar la pertenencia a grupo religioso, político, literario o de carácter cuasi sectario que pueda marcar el sesgo de tus ideas. Y así el hombre que se rebela, en muchos de los casos, se verá compelido a cabalgar en solitario los senderos de la vida, enfrentando de manera estoica el desprecio y el escarnio. Este ejercicio ha de ser sin duda asfixiante y en muchos de los casos una auténtica inmolación.

La vocación del pensador libre se asume como sacerdocio por lo íntimo y alejado de ese aplauso al que aspiran cuantos se pretenden intelectuales y a la vez tratan de contemporizar y lograr el beneplácito de todos. De igual manera que mostrarse excesivamente bravucón suele esconder en el fondo un poso de evidente cobardía, la ausencia de crítica reflexiva y sosegada, acerca de cualquier acontecimiento, delata falta de firmeza en aquello que se cree y sobre lo que se emite opinión; razón ésta necesaria para explicar por qué el intelectual y el dogmático se mueven inevitablemente en las antípodas. Dogmáticos y fanáticos, por el contrario, logran bailar un mismo tango. Es preciso aclarar que pese a ello dichos personajes son tan solo una misma cara de la moneda y si bien pueden llegar a manifestar ciertos matices distintos, comparten hendijas por las que se filtra la intolerancia, el desprecio y la abierta manipulación de su "verdad" como un todo absoluto y sin réplica. Un canto polifónico que debe ser escuchado con oídos bien abiertos para no sucumbir a la falacia del discurso.

Y es aquí, ante este tipo de sujetos, donde un auténtico intelectual juega el papel de trapecista en el circo de las apariencias y vanidades mundanas. Un personaje circense obligado a arriesgarse, a ser valiente y responsable aún a pesar de no ser casi nunca simpático a los pequeños o grandes grupos que le observan en las gradas, asumiendo que debe aceptar el riesgo a ser cancelado por el propietario del espectáculo. Es lo que se llama honestidad intelectual, ese saber que vivir el drama de acercarse a la verdad necesita de una entereza y coherencia personal únicas. En este punto a menudo pienso en todos aquellos que se colocaron al margen de ideologías impuestas, que retaron regímenes totalitarios y que al final fueron marcados y aislados del grueso de la manada.

La realidad es que en todo ámbito existen zonas espinosas y cuerdas de frágil tensión difíciles de transitar. En este instante recuerdo situaciones embarazosas donde el tener ideas propias puede costar la propia cabeza: el hecho de rechazar el culto en los altares de ciertos personajes históricos sea cual sea su ideología, la intolerancia que acarrea el problema de identidades y nacionalismos, patriarcado y feminismo, la homosexualidad… espacios todos ellos de difícil acuerdo a la hora de manifestar aquello que las personas piensan sin suscitar controversia entre unos y otros, al menos que quien lo plantea sepa y acepte de antemano el abismo en el que puede caer.

Y es que como en todo no existe una única receta que explique la existencia. La diversidad de opciones está contenida en la paleta de colores de los más variados pintores. Ahora bien, el intelectual de fuste, aquel que lleva el sambenito de ir contra corriente si es necesario, mueve su espada con la maestría del mejor duelista y no se acomoda a parcela ninguna. Este tipo de persona es en sí misma su propia parcela y no lo siente de este modo -al menos a mí entender- como vanidad per se; no es un tratar de llamar la atención ni un sentirse diferente, sino más bien un intento denodado por aproximarse a una "verdad" a pesar de que ésta sea molesta e irritante o aunque en su intento por acercarse a la realidad de los hechos implique su aislamiento y separarse del resto. Esta característica lúcida a la vez incómoda y hasta huraña, si se quiere ver así, ha aparecido en determinados personajes a lo largo de la historia y en cualquier latitud como bien escaso, de ahí que se puedan contar de generación en generación con los dedos de una mano y sobrarían los de la otra.