No pocos lectores se abocan a la tarea, para curtirse del halo del saber, de leer autores clásicos, buscando sabiduría, a sabiendas de que deben vencer el tedio, la morosidad y el aburrimiento, intrínsecos a las obras clásicas. Pero siempre tratando de alcanzar la cultura clásica (misterio, magia y sabiduría), que está en las obras maestras de la tradición literaria. Y lo suelen hacer para presumir de cultos, pese al reto de no aburrirse, vencidos por la gravedad de su hermetismo clásico. Todos buscan, de un modo o de otro, una educación estética, una sensibilidad, o el buen gusto; y de ahí que las lean como un deber moral y como un pecado capital de lesa cultura, no hacerlo una vez en la vida. Dichos lectores leen buscando penetrar en el sentido estético de las obras clásicas, y lo hacen para apreciar sus simbologías y sus representaciones figurativas. Así pues, para disfrutar de dicho sentido, se requiere de una aptitud moral y una voluntad de aprendizaje para captar sus significaciones sapienciales. De ahí que demanden un esfuerzo de representación, de imaginación, y un interés lúdico y heurístico para disfrutar de su placer intrínseco y goce simbólico.
Leemos a los clásicos siempre por traducciones o versiones que se han ido –por el paso del tiempo–, transformando con las sensibilidades y los giros –o cambios– de la lengua, de cada época. Por eso, quien los lee, está leyendo no el sentido original de su autor sino el sentido del espíritu de la época, y del lenguaje del traductor de su época y su impacto en la recepción de su siglo. La hondura, la agudeza, la penetración o la perspicacia son los rasgos que hacen clásicas y maestras las obras del pasado. Además, su capacidad de permanencia en el gusto de las generaciones sucesivas de lectores, cuyas apuestas de lectura, superan las huellas del tiempo y la memoria. Los autores, con los grandes temas, no hacen más que producir variantes en el sentido de las obras literarias e inyectar un halo de sabiduría, con vocaciones de eternidad y trascendencia. De ahondar en los temas esenciales y vitales de la condición humana, que lo conmueven e impactan, desde la subjetividad de su experiencia sensible. Ese deseo de eternidad del autor es lo que explica la sugestividad (o sugestión), es decir, esa potencia sugestiva y persuasiva que da en el nervio sensible e imaginario del lector, y quien recrea desde su sensibilidad, el marco histórico de la obra y de la época que le sirvió de contexto cultural. Al leer los clásicos, a menudo, hacemos un ejercicio de palimpsesto, o sea, de borrar lo leído, con una nueva sensibilidad lectora: de tachar y destejer para volver a tejer, en el proceso de recepción. Cuando leemos, recreamos las alusiones, las situaciones y los hechos que plasma el autor, y nos situamos en la tradición letrada de su época de concepción, gestación y escritura de la obra literaria. Cada lector, escoge su clásico preferido, pese a su universalidad y consenso, y lo hace suyo, en consonancia con su gusto y sensibilidad estética. De ahí que no sea extraño, que nos guste El Quijote y nos disguste La Eneida, o que releamos La divina comedia y que tiremos por una ventana El paraíso perdido, más allá de su valor y trascendencia como clásicos. Incluso, hay quienes admiran la Odisea y detestan la Ilíada (como Borges). Y esto no deja de ser válido.
Los clásicos son los libros que han vencido, e incluso derrotado, el olvido. Los que han resistido, por la lealtad y la pasión de los lectores, los valores del tiempo histórico de sus lecturas y la prueba de fuego del gusto de las épocas y las eras cronológicas. Son los que han sabido nadar a contracorriente y sobrevivir a las demandas y expectativas de los lectores de cada tiempo. Los que han podido flotar en la superficie del olvido. Y han sobrevivido y perduran no sólo por el azar y las circunstancias históricas sino por su capacidad de actualidad y de ser contemporáneos, de todas las épocas. Es decir, que una obra literaria clásica lo es en tanto es siempre contemporánea, y lo fue, aun en la época de su publicación. Porque hay libros que nacieron –o se escribieron– para quedarse, para insertarse en el gusto del público, casi inmediatamente después de su publicación. Es pues ese libro que supera y trasciende la contemporaneidad para encajarse en la tradición, de modo perdurable, venciendo sus contextos históricos, estéticos y culturales, y las ofertas y demandas de los gustos de las generaciones lectoras. En esta dinámica o dialéctica se ganan y se pierden lectores, y de ahí que, a muchos libros, los resucita la memoria o los devora el olvido de los lectores.
Una obra literaria se escribe siempre desde el presente, pero siempre con vocación de futuro o de eternidad. Pero su autor lo desconoce; tampoco lo adivina o prefigura. Unas obras perduran y otras naufragan en el desdén, acaso porque se escriben sin pretensión de inmortalidad sino imbuida por un afán de trascender el presente, y más aún, en una tentativa por vencer las variaciones en los gustos de las apreciaciones literarias y las modas circunstanciales. Si una obra se vuelve clásica es porque ha vencido las barreras de su época y de sus circuitos editoriales, lo que es una garantía de su calidad literaria y de su permanencia.
Sabemos que hay clásicos universales. Y, de hecho, los son por su universalidad. Pero también hay clásicos nacionales y clásicos de una época, y desde luego, clásicos antiguos y modernos, y aun, clásicos personales, esos que escogimos como preferidos entre los grandes escritores (u obras): que elegimos leer como ángeles de la guarda –que nos llevaríamos a una isla remota–, y en los que nos refugiaríamos para combatir la soledad y el tedio. Y que hacemos con insólita lealtad e inaudita pasión. Pero, para que una obra sea clásica, no basta que nos guste en lo personal, a los lectores de un país o lengua o a un grupo determinado: se necesita que el gusto sea general y que trascienda el presente. Ahora bien, si los clásicos deben ser universales, es decir, trascender su época, su patria y su lengua, ¿puede ser clásico un autor conocido solo en su lengua o en su país? ¿Puede llamarse clásico a un escritor moderno, sin saber si resistirá la prueba de fuego del tiempo? Ningún libro nació clásico desde su publicación. Pero tampoco pudo presagiarse. ¿Puede ser clásica una obra y no un autor? Hay autores clásicos de una sola obra clásica. Pienso en Cervantes. Otros son de más de una. Pienso en Shakespeare. Hay autores muy leídos en una época y luego olvidados en otra. Anatole France fue el novelista más famoso y leído del mundo occidental, durante el primer cuarto del siglo XX (incluso ganó el Premio Nobel), pero fue desplazado por André Gide, y en cambio, hoy casi nadie lo lee. France (cuyo apellido se lo puso en honor a Francia) fue víctima del odio y el rechazo de los surrealistas porque André Breton odiaba la novela como género literario y porque veía –y vieron—a France como un novelista burgués. ¿Quién lee hoy a Pierre Loti, a Papini o a Vargas Vila? Los tres vivieron su época de gloria lectora, pero hoy viven un purgatorio de lectores y editores.
En un texto clásico hallamos sentidos infinitos, sugerencias abiertas, y acaso el consuelo singular y el sentido de la vida. Un amigo, esta semana, en un diálogo, me dijo una frase que me impactó: “El que lee envejece feliz”. Un profesor, en mis años de estudiante universitario, me dijo que, quien lee, no muere igual que quien no lee. Esa frase me dejó perplejo. Todos nos vamos a morir porque somos hijos de la muerte, pero la lectura nos alivia de los dolores y azares de la vida y nos prepara para la muerte. Si Cicerón y Montaigne dijeron que “filosofar es aprender a morir”, leer es también una práctica cotidiana que nos prepara para el fin de la vida o nos ayuda a olvidarnos de la muerte. Leer contribuye a distraernos o sustraernos del miedo a la muerte. Los autores que leemos dialogan con nosotros, desde la eternidad, y nos ayudan a desligarnos o desentendernos de las urgencias diarias. Un buen libro nos invita –o incita—a sentir, imaginar y ver más claro el mundo. Nos ayuda a abrir los ojos ante la oscuridad, la penumbra y la sombra de la realidad, que mora fuera del mundo mágico y encantado de los libros.
Siempre estamos haciendo lista de libros. Leer es elegir, de esa lista interminable del bosque literario, un puñado de libros. Cada lector escoge en función de su gusto, sensibilidad e interés circunstancial. Leer y releer se vuelven tareas infinitas y aventuras inagotables, aun de aquellos libros que son los preferidos. Toda lectura es una traducción de otra y toda lectura es una relectura y toda relectura es provisional, como si fuera la primera. En cada lectura hay nuevos hallazgos y descubrimientos, y de ahí que toda lectura es circular, no lineal. Por eso, un clásico nunca se termina de leer sino que lo abandonamos o posponemos para, un día, volver sobre sus páginas, y así ad infinitum. Un clásico es, por tanto, un libro abierto, que se enriquece en cada época, en cada lectura y en cada lector. Si una obra literaria no ejerce ninguna influencia, en una época determinada, deja de ser un clásico. Se hace clásica, cuando su influjo se universaliza y cuando se vuelve inolvidable en la memoria de sus lectores.
Un clásico se enseñaba en clase como un paradigma a imitar: un texto canónico que marca un hito en el corpus sensible de una época cultural. Ahora bien, ¿los clásicos humanizan? ¿Siempre las humanidades humanizan? Después de la Segunda Guerra Mundial se sabe que no. Se confirmó que los nazis oían música clásica, eran cultos y letrados, pero capaces de torturar, asesinar y matar por odio racial y resentimiento cultural, tras leer a Goethe, Schiller o Nietzsche o escuchar a Beethoven, Mozart o Bach. Los clásicos, sin duda, educan, pero no siempre humanizan. Algunos forman parte de una particular educación sentimental del carácter y la personalidad de una cultura letrada y la estirpe de una época histórica. Elegimos nuestros clásicos predilectos por el gusto personal y la sensibilidad individual. Lo hacemos por “afinidad electiva”, como pedía Goethe, pero pocas veces, por un dictamen académico o un canon universitario.
Conocemos a nuestros clásicos grecolatinos y europeos. ¿Y cuáles son los clásicos asiáticos (del Lejano o Medio Oriente), africanos o americanos? Sin dudas que los hay, pero el canon occidental ha postulado la hegemonía cultural, estática y cerrada, que ha excluido clásicos modernos y de otras regiones del mundo, fuera de la órbita de la cultura occidental. Un clásico es, en el fondo, un libro vivo, actual, que se lee siempre desde el presente, y que sigue emitiéndonos sentidos nuevos, dándonos luces, iluminándonos el porvenir, hablándonos al oído. En efecto, los autores clásicos dialogan con nosotros, desde la eternidad, en voz baja, con sabiduría inmortal e instándonos a leerlos y releerlos.
No solo la antigüedad es un rasgo característico de los clásicos, pues estos cambian con el transcurso de las épocas. El valor literario y estético de un autor o texto clásico está determinado por el canon y los límites impuestos por la crítica y el gusto de dichas épocas. Los clásicos son, en suma, ejes literarios que sirven de paradigmas estéticos y técnicos, pues resisten los vaivenes, las modas y los gustos de las corrientes críticas y teóricas en boga, así como a la pasión de un público lector, que los sostiene en vilo o los deja caer en el abismo del olvido. En fin, los clásicos representan la revolución permanente, el manantial de las ideas y el espejo fantástico, donde beben y se miran los escritores vivos para nutrir su imaginación y crear sus obras literarias, bajo la promesa de, algún día, en una época futura, convertirse en los clásicos del porvenir.