A Consuelo Despradel.
Balaguer trataría de quedarse en el poder, convertirse graciosamente en heredero del tirano por todos los medios. Nunca le temblaría la voz para mandar a matar ni argumentos o pretextos para justificar las matanzas.
Balaguer era el más potable de los herederos de Trujillo. Nadaba en todas las aguas y supo salir a flote en el momento oportuno. Además fue un favorito de la historia, un favorito del demonio. Todo le saldría a pedir de boca, el poder llegaría más adelante a sus manos servido en bandeja de plata por fina gentileza del imperio. Al igual que Trujillo, inspiraba confianza a los amos del norte y se veía como el hombre que la providencia había designado para guiar la nación en días tan turbulentos y conjurar la amenaza comunista que ya asomaba su fea cabeza. Había al parecer comunistas hasta en sopa.
Ante los reclamos populares que exigían en todo momento su destitución y sometimiento a la justicia, pronunció el 23 de noviembre de 1961 un discurso de barricada en el que se acogía al destino manifiesto y ponía en claro sus intenciones:
“Tengo conciencia de la misión histórica que me ha señalado el destino y voy a cumplirla sin temores y sin vacilaciones. Las responsabilidades que he asumido me obligarán, en el curso de esta dura tarea, a herirme en mi propia carne y a tomar determinaciones inflexibles que no me es dable eludir”.
En el mismo discurso citaría, por cierto, unas palabras del ex presidente colombiano Mariano Ospina Pérez con las que pretendía demostrar un valor personal que solo resultó ser verbal:
“Para el honor y para la grandeza de la República, más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Mientras tanto, se pautaron elecciones para el 20 de diciembre de 1962. En los planes de Balaguer estaba el seguir gobernando hasta entonces y quizás después. Pero la oposición frustró su proyecto. Lo quería fuera del poder y lo sacaría del poder. Incontables movimientos de masas, episodios heroicos como los de la Calle Espaillat, con su trágica secuela de muertos, y una gran huelga nacional de once días durante el mes de noviembre y diciembre le doblarían el pulso. La oposición radical, encabezada por el Movimiento Revolucionario Catorce de Junio y el Partido Revolucionario Dominicano pretendía derrocarlo y encarcelarlo, pero la Unión Cívica Nacional aceptó una fórmula de compromiso: la modificación de la constitución y la instauración, el día 1 de enero de 1962, de un Consejo de Estado de siete miembros, con un disminuido Balaguer a la cabeza. El héroe del momento, el héroe efímero, general Rodríguez Echavarría, ocupó la secretaría de estado de las fuerzas armadas.
No obstante, las voces y los movimientos de masa pidiendo la salida de Balaguer no cesaron ni cesarían. En consecuencia, dos semanas más tarde, el día 16 de enero, Rodríguez Echavarría encabezaría un autogolpe a favor de Balaguer. Se esparcieron entonces rumores de una movilización de tanques sobre la ciudad y se produjo una matanza en el Parque Independencia. Una llamada junta cívico-militar usurpó el poder y varios miembros del Consejo de Estado fueron arrestados, pero solo por cuarenta y ocho horas. El día 18, un contragolpe encabezado por Rafael Fernández Domínguez y Elías Wessin y Wessin reinstaló el Consejo de Estado con Rafael F. Bonnelly a la cabeza.
El héroe del momento, Rodríguez Echavarría, se había convertido en villano y fue apresado. Joaquín Balaguer, el hombre que en un alarde de valor verbal había dicho que era preferible un presidente muerto a un presidente fugitivo, se dio de inmediato a la fuga. Fue entonces que tuvo lugar aquel famoso salto de más de dos metros de altura que lo puso a salvo en la Nunciatura Apostólica de Santo Domingo, justo al lado de su casa.
La heroica y olímpica hazaña no está, sin embargo, exenta de controversia y quizás ni siquiera suficientemente esclarecida.
Miguel Guerrero, por ejemplo, en su columna de El Caribe del 14 de marzo de 2015, afirma lo siguiente:
“En realidad Balaguer no tuvo necesidad de saltar esa verja, muy alta, del lado norte de la residencia en la que vivió, hasta su muerte en julio del 2002.
“Existen otras dos versiones, más creíbles, de la forma en la que él penetró a ese recinto. Según la primera, Balaguer llamó al secretario de la Nunciatura y encargado de la misión, monseñor Antonio Del Guidice (sic), de quien era muy amigo, para expresarle su intención de buscar asilo y que más tarde fue tranquilamente caminando hasta la puerta de la Máximo Gómez que da a los jardines y garajes de la parte trasera de la residencia diplomática, separada de la suya por unos escasos metros, por donde penetró. La otra versión señala que el propio Del Guidice (sic) fue a buscarle a su casa después de recibir aquella llamada y que ambos entraron a la Nunciatura caminando minutos más tarde”.
Con el Balaguer de Miguel Guerrero pasa algo parecido a lo del Guillermo Tell de Ernesto Sabato. De acuerdo con la historia o la leyenda, Guillermo Tell era un famoso ballestero suizo que se negó a rendir homenaje a un representante de los ocupantes de su país. Le infligieron, a causa de su rebeldía, un curioso y cruel castigo: disparar una flecha a una manzana colocada en la cabeza de su hijo. Guillermo Tell superó, sin embargo, la difícil prueba: atravesó la manzana de un flechazo sin dañar al hijo.
Para Ernesto Sabato el hecho constituye casi una vergüenza, por lo menos un desperdicio. A juicio de este escritor, como dice en un libro memorable, perdieron los suizos la oportunidad de tener una gran tragedia nacional. “¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos”.
Con el Balaguer de Miguel Guerrero la nación dominicana pierde lo que podría ser un grandioso mito, amén de un récord merecedor del libro Guinness. El Balaguer de Miguel Guerrero es un hombre digno, aplomado, que entró a la Nunciatura por la puerta delantera o trasera. Quizás Antonio del Giudice lo fue a buscar. Pierde, Balaguer, en todo caso, su posible estatura olímpica. Nunca fue el hombre que en un acto de férrea voluntad (o quizás porque lo atenazaba el terror a las masas vociferantes que lo habrían descuartizado) dio aquel salto épico sobre una pared de más de dos metros de altura. Yo prefiero imaginarlo de esa manera. Saltando o trepando. Por lo menos trepando como un gato, usando las uñas. Soltando el lastre. Aligerando seguramente el vientre en el trámite para facilitar la fuga. Tocata y fuga en re menor.