Nuevamente comienzo a escribir un artículo con una cita, y esta vez larga, para variar:
“[…] si se quisiera compendiar en una fórmula brevísima el valor de la existencia sacerdotal, habría que decir sin más: el sacerdote es el que modifica la dirección del resentimiento. Todo el que sufre busca instintivamente, en efecto, una causa de su padecer; o, dicho con más precisión, un causante, o, expresado con mayor exactitud, un causante responsable, susceptible de sufrir, —en una palabra, algo vivo sobre lo que poder desahogar, con cualquier pretexto, en la realidad o in effigie [en efigie], sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el máximo intento de alivio, es decir, de aturdimiento del que sufre, su involuntariamente anhelado nárcoticum contra tormentos de toda índole” [1].
El “sacerdote ascético”, es decir, aquel que “modifica la dirección del resentimiento”, el “chivo expiatorio”, o sea, aquel a quien se designa como la causa única del “malestar” y las “ovejas enfermas”, las cuales se encuentran “envenenadas” por el resentimiento, son los personajes del escenario fantasmático que Nietzsche evoca en el pasaje de su Genealogía de la moral que se cita más arriba.
Como se trata de nombres metafóricos, tal vez sea necesario precisar en esta época que, al escribir esto Nietzsche no apuntaba exclusivamente a establecer una figuración per se del sacerdote religioso (aunque algo había de ello), ni de los “chivos expiatorios” auténticos y mucho menos de las “ovejas enfermas”. En efecto, esos nombres designan, al margen de cualquier otra interpretación que se les quiera dar, a tres funciones o roles sociales a los que el filósofo caracteriza con lujo de detalles y que están implicadas de alguna manera en eso a lo que él llamaba la Wille zur Macht, o sea, la voluntad de poder.
Tomando en cuenta esto, en este artículo evitaré referirme a la caracterización del sacerdote ascético como equivalente de la figura del filósofo que realiza Nietzsche para retener únicamente de su procedimiento especulativo los principales atributos que dicha caracterización le otorga al “sacerdote”, es decir, en primer lugar, su capacidad de operar como el factor de una modificación de la dirección del resentimiento, y en segundo lugar, la facultad de operar respecto a sus “ovejas enfermas” a la manera de un médico.
En cuanto a estas últimas, retendré únicamente los atributos de “debilidad”, “víctimas de un estado depresivo de origen psicológico” y “adolorido” que Nietzsche le atribuye al “paciente” del “sacerdote ascético”. Se observará, en efecto, que Nietzsche únicamente se vale de la figura de las “ovejas enfermas” para caricaturizar la “debilidad” de aquellos “corderos” a los que el resentimiento devora: “«Yo sufro: alguien tiene que ser culpable de esto» —así piensa toda oveja enfermiza” (p. 149).Y, claro, ese culpable sólo puede ser el “chivo expiatorio”, aquel sobre quien la comunidad deposita anónimamente el fardo de todas sus culpas y con cuya eliminación, se supone, quedarían resueltos la mayor parte de sus problemas.
Así, el propósito de Nietzsche es mostrar la relación dialéctica en que se encuentra el “sacerdote ascético” respecto a las personas comunes, relación que es de tipo atracción/repulsión. Por un lado, debido al lugar institucional que le confiere su investidura ya sea como filósofo, como sacerdote, como profesor, como terapeuta, como “coach” o como político, el “sacerdote ascético” no puede evitar remitirse constantemente al plano de la vida cotidiana en donde medran los seres humanos reales. Por el otro lado, sin embargo, el contacto demasiado prolongado con esa realidad humana lo fuerza a cuestionarse acerca de su propia situación, y lo obliga a practicar una suerte de ascesis (del griego askêsis: ejercicio o esfuerzo orientado a alcanzar la perfección por medio de privaciones y de una sólida disciplina).
Vista desde este ángulo, se comprende mejor no sólo que es esta dialéctica la que propicia el desarrollo de la voluntad de poder de los “sacerdotes” a costa de las “ovejas”, sino también que es precisamente esta última la que estimula y condiciona la “formación de rebaños”, en virtud de cierta voluntad de mutualidad que permite a las víctimas de la debilidad agruparse con el fin de crear un circuito de lucha contra la “pérdida de valores”, contra la “disolución de la identidad” o, más simplemente, contra la depresión colectiva.
En efecto, tal como ocurre con el culto posmoderno a la alegría, la felicidad y la “mente positiva”, de lo que se trata en el fondo no es de otra cosa que de un mecanismo alimentado por la voluntad de poder que a menudo se traduce en la aceptación de imperativos tales como los de apartarse o excluir del entorno personal inmediato a todos aquellos que no sean considerados “aptos” o que hayan sido marcados como personas “negativas”, “tóxicas” o simplemente “de frecuentación inconveniente”. Esto es así porque, como decía Nietzsche:
“La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la alegría del causar-alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la voluntad de poder” (p. 157).
En mi caso particular, tomar en cuenta esta interacción de los tres personajes que Nietzsche desglosa me permite retomar desde otro ángulo algunas de las hipótesis que he expuesto en otra parte[2] en torno al funcionamiento de las diversas figuras que tienen que ver con la activación de las instancias simbólicas del Padre, el Caudillo, el Sacerdote y el Mesías en el imaginario dominicano, las cuales intervienen generalmente en lo que he llamado la figuración negativa del contexto sociocultural dominicano[3].
Si una lección se puede inferir sin grandes esfuerzos apenas se aborda el estudio de los imaginarios sociales es que no existe una oposición tajante entre la noción psicoanalítica de complejo y la de cultura. Y en materia de complejos, el Edipo es, como se sabe, el más político de todos. Pero se trata de un Edipo bastante curioso que rechaza todo intento de binarismo: no existe tal cosa como un Edipo que funcione en espejo junto con una “Electra”.
En efecto, si la política es aquello que prescribe una común medida y hace existir a una comunidad, toda distinción entre el “Edipo” y el “Electra” no solo es caricaturesca y rudimentaria, sino básicamente innecesaria y redundante: no puede haber un Padre Edipo concebido en oposición a una Madre Electra, puesto que el Edipo no constituye de ninguna manera una “entidad” representable, y mucho menos sexuada. El mismo concepto posmoderno de “patriarcado” es producto de un binarismo de tipo “representativo”, es decir, de una mala comprensión de la manera en que el Edipo condiciona o prescribe las comunidades políticas, a tal punto que no podría haber política sin Edipo.
Así, lo que le aporta la metaforización nietzscheana a mi reflexión es, sobre todo, la posibilidad de situar el papel que ha tenido la relación dialéctica entre el sacerdote ascético, el chivo expiatorio y las ovejas enfermas en el lento proceso de fijación/revalorización/disolución de las figuras del Sacerdote y el Caudillo en el imaginario dominicano como asientos de las relaciones sociales de poder y/o como reductos por excelencia del colonialismo. En efecto, como lo hicieron notar oportunamente los autores del Antiedipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari a partir de la lectura de los textos de Franz Fanon:
“Es curioso que haya sido preciso esperar los sueños de colonizados para darse cuenta de que, en los vértices del seudo triángulo [mamá-papá-crío, MGC], la mamá bailaba con el misionero, el papá se hacía encular por los cobradores de impuestos, el yo se hacía pegar por un blanco. Es precisamente este acoplamiento de las figuras parentales con agentes de otra naturaleza, su abrazo como luchadores, el que impide que el triángulo vuelva a cerrarse, valer por sí mismo y pretender expresar o representar esta otra naturaleza de los agentes planteados en el propio inconsciente”[4].
En efecto, el que Juan Bosch llamó: “[…] el país más colonizado de América, es decir, donde menos posibilidades de desarrollo cultural hay que no sea un desarrollo cultural dirigido desde los Estados Unidos, un desarrollo cultural puramente comercial”[5] ha conocido históricamente un número incalculable de producciones simbólico-institucionales que configuran un imaginario del Poder cuya vigencia fue reactivada de manera ejemplar en el curso de la Era de Trujillo y, a partir de entonces, permanecen gravitando sobre la vida jurídica, política, económica, cultural y religiosa del país. Aun así, nunca nos han faltado aquellos que pretendan “tapar el sol con un dedo” y se nieguen a ver las cosas de una manera distinta de la que más convenga a sus propios intereses.
Eso es así precisamente por lo mismo que afirman Deleuze-Guattari: en la mayoría de los escenarios en los que encontramos el “pseudo-triángulo” de las relaciones de poder en nuestro país siempre hay un tercer término excluido. Está por un lado el Papá-Estado (o el Papá-Jefe) y por el otro lado aparece siempre la Mamá-Familia o la Mamá-simbólica, sólo que esta aparece casi siempre como una entidad perpetuamente violada por un tiers-exclu que ni es el Estado ni el pater familias,el cual no es otro que una entidad anónima para la cual me inventé hace mucho (en francés) el nombre de père-dû, o sea el Padre-debido, “ausente” en el sentido que lo convierte en el destinatario ad hoc de toda producción de sentido, aunque principalmente de aquellas que tienen que ver con los sentidos del Ser, el Pensarse y el Saberse dominicanos. Es por eso que las figuras relativas a este padre perdido son aquellas que ponen en evidencia nuestro pasado colonial o nuestro presente neo colonial, o, dicho de otra manera, nuestro inconsciente edípico.
Mi intención al hacer esta precisión no es polémica, ya que estoy convencido de que en nuestra sociedad ya ni siquiera es necesario precisar nada, o algo mucho peor: que a muy pocas personas les interesa precisar nada en esta época. En efecto, a medida que avanza el siglo XXI, es posible apreciar con qué vertiginosidad desaparece ante nuestros ojos el viejo hábito de concebir el trabajo intelectual como un ejercicio hermenéutico de producción de sentido. En la actualidad, en efecto, ya no es necesario “producir“ el sentido, sino que basta simplemente con enunciarlo (lo cual equivale a decir: repetirlo) desde un lugar epistemológico más o menos validado social y culturalmente hablando. Se trata, en efecto, del sentido como ready made o como prêt-à-porter.
Se me ocurre que esta podría ser la causa del rotundo éxito mediático que ha conocido otra frase del mismo Friedrich Nietzsche, la cual nos invita a pensar que “no hay hechos, sino interpretaciones”. Debido al éxito que la misma ha tenido en el período contemporáneo luego de ser recogida por personas que, salvo contadas excepciones, se detienen a indagar cuál fue el contexto en el que la misma fue escrita, doy por descontado que, para muchas personas, lo que esta frase afirma constituye una verdad indiscutible, es decir, “no interpretable”.
El caso es que Nietzsche escribió eso entre el final de la primavera de 1886 y el principio de 1887 y, hasta la fecha, se trata de una de las frases filosóficas más citadas y peor comprendidas de toda la historia de la filosofía, al punto que, debido a su desorbitada mediatización, se ha vuelto casi una frase cohete con la que a menudo se pretende justificar el ná é ná, el todo vale y toda clase de estraperlos cualquiercosistas. Por esta razón, antes de proseguir, me parece útil citar textualmente el contexto en el que Nietzsche enunció esta frase:
7 [60] Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno “sólo hay hechos”, yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum “en sí”: quizás sea un absurdo querer algo así. “Todo es subjetivo”, decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el “sujeto” no es algo dado sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.
En la medida en que la palabra “conocimiento” tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, “perspectivismo”.
Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos[6].
Evidentemente, no faltarán quienes consideren que ser dominicanos nos autoriza a “buscarle la vuelta”, es decir, a encontrarle “el sentido” a esta frase. A continuación les comparto tres posibles “vueltas” que encontré navegando por la web[7]:
- Primero hay hechos y luego aparecen las interpretaciones. Entre todas estas, sólo hay una verdadera, que es la que mejor lo representa, la que mejor accede a la verdad del hecho. Por tanto, las demás interpretaciones son falsas o se alejan de la verdad.
- Hay hechos, pero ninguna interpretación puede explicarlos en su totalidad ya que los seres humanos estamos limitados y lo único que podemos hacer es interpretarlos. Por esta razón, todas las interpretaciones son igualmente subjetivas. Según las épocas y los países, es posible imponer desde el poder una sola interpretación como la única buena y válida. Sin embargo, tarde o temprano, todas las interpretaciones dominantes terminan estallando o desgastándose.
- (La de Nietzsche): no hay hechos, pero decir “no hay hechos” ya es en sí mismo una interpretación. Nada es cerrado, dado, definitivo, porque los hechos son lo que son en función de la manera en que los interpretamos.
Casi es una pena que la hiper mediatización de esa frase de Nietzsche se haya limitado a sacar de contexto una frase como esa, ya que, por lo menos desde mi punto de vista, hay otras partes de ese fragmento póstumo del filósofo alemán que resultan particularmente interesantes, como por ejemplo, la pregunta siguiente: “¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación?”
En efecto, si se acepta —porque todo parece indicar que se acepta, ¿verdad?— que “no hay hechos, sino interpretaciones”, ¿dónde ponemos al intérprete? ¿En el lugar de la “fuente” o “productor” de las interpretaciones? ¿En el lugar del “destinatario” o “consumidor” de esas interpretaciones? ¿En ambos lugares? ¿En ninguno?
Se notará, por supuesto, que el lugar en que se coloque al intérprete no cambia nada al hecho de que lo único que tenemos disponible son interpretaciones. Sin embargo, la interpretación será siempre distinta en función de cada nuevo lugar que se asuma como “foco” interpretativo, puesto que, como decían nuestros abuelos: Una cosa piensa el burro, y otra el que lo está montando. De ese modo, puesto que “el medio es el masaje”, como quería Marshall McLuhan, el contenido del mensaje informativo no puede ser otra cosa que una interpretación. O mejor dicho: muchas interpretaciones.
Ante esta situación, a la mayoría de las personas les resulta más cómodo irse por la segunda “vuelta” y decirse, ante cualquier noticia acerca de un hecho que reciben que, como son tantas las interpretaciones que se generan, no es posible escoger como cierta a ninguna de ellas.
Un buen ejemplo que me permite unir las dos partes de esta reflexión es el de los invasores haitianos. En la presentación que vienen realizando los medios contemporáneos dominicanos, los inmigrantes de origen haitiano aparecen caracterizados como los principales “culpables” de una caterva de acciones que realizan con la “complicidad” o gracias a la “negligencia” de las autoridades dominicanas.
Puesto que ninguna de estas caracterizaciones constituye un “hecho” en sí misma, se puede afirmar que todas ellas son interpretaciones viendo la serie completa de diferencias que separan las distintas versiones de una misma información en cada medio donde aparece publicada cada una de ellas. Si somos capaces de apreciar el “sesgo”, estaremos cerca de descubrir cuáles son los distintos “malestares” que nos quieren contagiar, para convertirnos en “ovejas enfermas”, los numerosos “sacerdotes ascéticos” que tan generosamente se ofrecen a “curarnos” cada uno con sus propias “medicinas”, o lo que viene a ser lo mismo, desde su propia trinchera ideológica.
Si nos entrenamos a leer de ese modo lo que nos dice la prensa, llegaremos rápidamente a la misma conclusión de Nietzsche, es decir: que “no hay hechos, sino interpretaciones”. O lo que viene a ser lo mismo: opiniones. Eso no es todo, sin embargo, ya que, además, debemos intentar identificar quiénes intentan posar en la escena comunicativa como los “sacerdotes ascéticos” que nos curarán del malestar que nos produce X (en el caso del ejemplo, X son los invasores haitianos, pero igual podría tratarse de los feminicidas, los infractores de las leyes de circulación, los evasores de impuestos, los narcotraficantes, etc.).
En el fondo, lo que más debería preocuparnos, sin embargo, es que el Poder insista en tratarnos como un rebaño de “ovejas enfermas” que necesitan ser cuidadas. Sin embargo, para alcanzar el propósito de cuidarnos mejor, es necesario enseñarnos a desconfiar del único dispositivo de empoderamiento que nos queda: las redes, diarios y plataformas de comunicación. Ese es el propósito que persiguen aquellos que a diario inoculan por esas vías toda clase de infundios conspiranoicos acerca de los planes de ciertos grupos que trabajan para construir un nuevo orden mundial y de las legiones de haters, troles, bots y cuentas anónimas pagadas para sembrar odio y cizaña respecto a tal o cual individuo, grupo o empresa.
Por suerte, sin embargo, como todos pudimos percatarnos en el curso de la pandemia de COVID-19, los programas de control son todavía sumamente imperfectos y las fuerzas de acción no cuentan todavía con el esprit de corps necesario para ponerlo en ejecución sin revelar fallos sistémicos o imperfecciones ridículas. Y si bien es cierto que el odio al estudio, a la reflexión y a todo lo humanamente odiable avanzan a pasos gigantescos en nuestra época, también lo es que todavía nuestras comunidades no han llegado al extremo de burlarse olímpica y colectivamente de todos aquellos que pretendan pensar con ellas en las redes o en los diarios digitales. Ante el fracaso de nuestro sistema educativo, es esta prudencia, cabe decirlo, lo único que todavía protege a nuestra sociedad de normalizar el canibalismo como regla básica de convivencia.
Esperemos, eso sí, que cuando lleguen los sombreros todavía queden cabezas, como decían nuestros abuelos.
[1] Nietzsche, F. “¿Qué significan los ideales ascéticos?”, en Genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 147).
[2] Ver mi ensayo “La gestion del resentimiento”, en García Cartagena, M. Situaciones de lo dominicano III. GCManuel, Editor, Santo Domingo, 2023, pp. 337-392.
[3] Ver mi ensayo titulado “Machepa: una figura del auto desprecio dominicano (ensayo de imaginación sociocultural)”, en Situaciones de lo dominicano III. GCManuel, Editor, Santo Domingo, 2023, pp. 337-392. Separata disponible en: https://www.academia.edu/91640597/Machepa_una_figura_del_auto_desprecio_dominicano_ensayo_de_imaginaci%C3%B3n_sociocultural_
[4] Deleuze, Gilles & Guattari, Félix. El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. Nueva edición ampliada. Paidós, S.A., Barcelona, 1985, p. 102.
[5] BOSCH, Juan: “Juan Bosch”, entrevista otorgada a PIÑA CONTRERAS, Guillermo. Incluido en Doce en la literatura dominicana, Universidad Católica Madre y Maestra, Santiago, R.D., 1982, p. 89.
[6] Fragmento 7/60 incluido en el libro Fragmentos póstumos de Nietzsche. Volumen IV (1885-1889) Edición española dirigida por Diego Sánchez Meca Traducción, introducción y notas de Juan Luis Vermal y Joan B. Llinares. Editorial Tecnos (Grupo Anaya, S. A.), 2008, p. 222.
[7] Parafraseo a continuación la parte final del texto disponible a través del siguiente enlace: https://filosofiadigitalblog.wordpress.com/2021/02/01/no-hay-hechos-solo-interpretaciones/ (acceso de noviembre de 2024).