En mi artículo anterior, señalé como una de las características del nacionalismo fundamentalista dominicano, su tendencia a construir un relato sesgado de la historia basado en prejuicios indentitarios negativos que distorsionan la mirada sobre los procesos políticos. (https://acento.com.do/opinion/el-nacionalismo-chovinista-dominicano-9301596.html).
Esta característica se da la mano con una inclinación positivista de la historia que cree en la existencia de “datos puros” o carentes de problematicidad. No es casualidad que una expresión reiterada en los espacios académicos dominicanos cuando se quiere cerrar un debate es: “los datos hablaron”.
Siguiendo esta línea de pensamiento, la historiografía del nacionalismo fundamentalista dominicano obvia la posibilidad de una diversidad de interpretaciones sobre nuestros procesos y sus principales agentes históricos, pues asocia la cientificidad con la univocidad del discurso.
Del mismo modo en que asocia la identidad con un conjunto de rasgos homogéneos e inmutables contaminables por la emergencia de nuevos rasgos, culturales, dicha historiografía asocia la verdad histórica con la univocidad de un discurso oficialista y panfletario contaminables por las lecturas alternativas de la historia.
De este modo, la historiografía nacionalista se alía con la tradición de nuestro pensamiento autoritario como fundamento teórico de las políticas y prácticas autoritarias del Estado dominicano.
La paradoja de esta situación es que una gran parte de nuestra historiografía, corresponsable de promover el debate crítico sobre el desarrollo histórico de las prácticas sociales y políticas que han conformado nuestra forma de ver el mundo, promueve la ausencia del debate crítico o el silenciamiento epistémico, así como la exclusión de los discursos alternativos a la ideología oficial o la marginación hermenéutica.